Unos ojillos diminutos, vivarachos y muy brillantes revelan el secreto de la longevidad de Catalina Torres Bonet, que el día 23 cumplió 104 años. Ayer, su familia le organizó una gran fiesta, una cita eludible desde que la matriarca de Can Riera de Sa Plana, en Santa Gertrudis, se convirtió en centenaria. Desde entonces se reúnen en un restaurante de la localidad todos sus descendientes para compartir con ella una comida después de haber acudido juntos a misa, porque Catalina es muy creyente.

En Can Caus se reunieron ayer seis de sus ocho hijos (una ya ha fallecido y otra vive en Perú), sus siete nietos, nueve bisnietos, cinco sobrinos y algunos parientes más. Superaban la treintena los reunidos para celebrar el cumpleaños de la abuela con un buen arròs de matances. «Me gusta mucho el arroz, a mí me gusta todo», aseguró Catalina haciendo gala de su buen ánimo. Una de sus nietas, Cati, explica que no tiene ningún tipo de restricción médica pese a su edad: «No tiene azúcar, ni la presión arterial alta... Solo le fallan un poquito la vista y el oído». «Los hay mucho más jóvenes que yo que sufren mucho más», observa la anciana consciente de su buen estado físico y exhibiendo además una envidiable agilidad mental. «A veces pienso que si digo alguna cosa rara creerán que ya faig cadufos, pero yo creo que estoy muy bien», presume la centenaria.

Sandra, una de las bisnietas de Catalina, forma parte de la colla de ball de Santa Gertrudis por lo que es habitual que este grupo obsequie a la abuela con una exhibición durante su fiesta de cumpleaños. Hasta hace poco Catalina todavía se atrevía a marcarse unos pasos, pero en los últimos años ha desistido «porque las piernas ya le flojean», señala Pepita, otra de sus nietas. La homenajeada rememora su juventud y asegura que, entonces, se bailaba poco. «Mi abuela era de Corona, pero se casó con un joven y se marchó a Palma. Allí nació mi madre, que fue la que me enseñó a bailar a su manera. Ahora bailan de otra forma, pero yo ya no bailo porque caure de culet me cuesta poco», sonríe con picardía. «La primera vez que ví bailar payés tenía 15 años y ninguna de las mujeres vestía de corto», explica Catalina, que siempre se negó a seguir las modas y abandonar la indumentaria tradicional. Con las faldas arremangadas «subía y bajaba las parets de pedra mejor que nadie», señala otra de las nietas de esta pastora, que cuidó de sus ovejas hasta hace solo ocho años.