Juan Manzano Garrido, profesor catedrático de Psiquiatría para niños y adolescentes en la Facultad de Medicina de la Universidad de Ginebra (Suiza) ofreció ayer en el salón de actos del hotel Royal Plaza un seminario de formación titulado ´La evaluación psicopatológica estructural´, un acto organizado por la Asociación para la Docencia e Investigación en Salud Mental de Ibiza y Formentera (Adisamef). Pausado en sus reflexiones, este cacereño de 71 años, una eminencia en su especialidad, expone sus conocimientos de manera didáctica.

—¿Da la sensación de que en estos tiempos aumenta el número de padres frustrados porque sus hijos no cumplen las expectativas que han puesto en ellos?

—Ese escenario de parentalidad narcisista ya fue descrito por Sigmund Freud. Aunque hay otros, ese es uno de los más corrientes. Todo padre piensa que su niño va a ser una reedición completa de él, que hará y conseguirá todo lo que uno ni es ni ha podido hacer. Eso es normal, no es un escenario patológico, salvo que sea exagerado.

—Y ahora, ¿hay muchos casos y exagerados?

—Sí, por dos razones. Una, la que creo que es la fundamental, porque los padres se enfrentan a una situación que es nueva en la sociedad: están mucho menos en contacto con sus hijos debido a razones sociales. La incorporación de la mujer al trabajo, que en sí mismo es algo positivo, ha cambiado completamente el sistema de criar a los niños, que ahora ven mucho menos a los padres que a los maestros o a los responsables de las guarderías. Esa situación, en padres normales, que aunque no lo expresen directamente lo sienten, hace que aumente en ellos la sensación de que no están haciendo algo bien. Y esa sensación tratan de compensarla.

—Tienen sentimiento de culpa.

—Se sienten culpables y lo compensan dando más al niño y poniéndole menos límites, frustrandole menos. Y ahí empieza el problema. Porque, claro, el pequeño ha de aprender los límites, de buenas maneras, evidentemente, pero los límites son los límites. Y si no los aprende pagará las consecuencias, que en este caso son conocidas: cuando llega a la escuela, donde sí hay límites, no lo soporta y se generan trastornos diversos del comportamiento. De alguna manera, los padres, más que antes, han renunciado o abdicado de su papel de progenitores desde que sus hijos son muy pequeñitos. Ahora aceptan cosas que normalmente no se tolerarían si se tuvieran en cuenta las reglas normales de la vida.

— ¿Y cómo se siente el niño si es tratado así?

—Ese pequeño cree que lo puede lograr todo. Ese niño es un narcisista. Piensa que lo puede tener todo sin esfuerzo.

—¿Y qué ocurre si no logra satisfacer los deseos del padre?

—Si el padre trata de que el niño satisfaga todas sus necesidades, ejerce una presión sobre él que, si bien el joven al principio está muy contento al ver que sus mayores consideran que es capaz de hacerlo todo y además se lo van a dar todo, puede tener consecuencias depresivas. Esto sucede mucho, por ejemplo, con los estudios. Yo trabajo en Suiza, donde hay muchos inmigrantes españoles que van allí para mejorar su situación y que quieren dar a sus hijos las oportunidades que ellos no han tenido. Eso representa una presión suplementaria para los niños. Ocurre mucho más dramáticamente con padres de jóvenes dotados para el deporte. Por ejemplo, con la natación, que significa seis horas diarias de entrenamiento, o con la gimnasia de competición. En Suiza se ha intervenido mediante una ley federal que impide el entrenamiento de los chavales antes de una determinada edad.

—¿Y ocurre en otros ámbitos?

—Hay padres que creen que sus hijos están dotados para la música e inmediatamente, desde pequeñitos, los ponen a tocar el violín. Cuando llegan a la adolescencia, eso da lugar a escenas de violines rotos, depresiones y revueltas.

—Parece que los niños ya no saben frustrarse ni aburrirse. Quizás los padres también tengan la culpa al estar tan pendientes de ellos.

—Contribuyen. A nadie le gusta frustrarse. Pero una cosa es que a nadie le guste y otra que la frustración se convierta en algo que se evite a todo precio. Lo que el niño tiene que aprender ya lo había descrito Freud: decía que el pequeño pasa del principio del placer al principio de realidad. El principio del placer es que tenga un deseo y quiera satisfacerlo inmediatamente. El principio de realidad es que para obtener determinadas cosas, ha de aceptar que a veces tiene que esperar. La realidad es la primera frustración, pero si se gradúa por los padres, el niño va aceptándola poco a poco. Si no, aparece la intolerancia a la frustración.

—Usted ha vivido diversas épocas en la reciente historia de esta sociedad. ¿Cuál ha sido la evolución de la psicopatología infantil, qué enfermedades ya no se tratan y cuáles son nuevas, derivadas tanto de las nuevas tecnologías como de los cambios experimentados en las familias?

—El cambio tan grande que ha experimentado la familia, y que es común en todo el mundo occidental, no sabemos en lo que va a deparar en términos globales. Empezamos a vislumbrar algo, porque no hay una sola variable. Los niños pasan más tiempo viendo televisión que relacionándose con sus padres o con otras personas. Lo más fácil es colocarlo delante de ese aparato, para así tener tranquilidad. Es un elemento que juega un papel importante pues supone una interferencia en el desarrollo social normal del infante, ya que la televisión es un elemento pasivo. Incluso hay problemas ya de obesidad y diabetes ligados directamente a ese tipo de inactividad. Respecto a las nuevas tecnologías, llegan a originar patologías completamente nuevas y graves, como la ciberadicción, a través de los juegos de ordenador. Esos juegos consisten en vivir en una realidad virtual que el niño piensa que puede controlar. De hecho, ha sido creada para que pueda controlarla, pues si no pudiera ganar no habría juego. Eso provoca que se separe de la realidad y viva en otro mundo. Es una verdadera toxicomanía, pues van aumentando las horas de juego, incluso se levantan por la noche con sigilo y no duermen, e incrementan paulatinamente las dosis. Esa es la definición de una dependencia. Llegamos a hospitalizarlos y ´destetarlos´ como a un bebé de esa necesidad.

—La familia ya no es la misma que hace décadas, al menos en España. ¿Cómo afecta a un niño la separación o divorcio de sus padres?

—Está claro que, en muchas situaciones, es más positivo para el niño que la pareja se divorcie a que siga junta. Pero produce efectos colaterales. Lo que no se puede dudar es de que, en cualquier caso, representa una prueba para los jóvenes. Y como todas las pruebas en la vida, son una crisis. No significa que no la puedan superar, pero introduce un factor de riesgo. No son algo inofensivo para ellos.

—¿Cuáles son las necesidades y carencias del sistema respecto a la atención de la salud mental de niños y adolescentes?

—En España, en salud mental es en lo que menos se ha progresado. En Suiza existe una especialidad desde hace casi un siglo en psicopatología infanto-juvenil. Aquí, hubo que esperar hasta el año pasado para que un ministro elaborara un decreto ley con el objeto de que se constituyera esa especialidad en niños y adolescentes. Pero ese decreto ley está bloqueado: después de sacarlo, se creó una comisión que solo se ha reunido una vez, hace un año. Eso es una carencia. Que exista como especialidad significa que habrá condiciones de formación con criterios europeos, pues ha de estar homologado. Luego están los medios: no son los mismos según los países o según las comunidades autónomas. Yo me quedé a trabajar en Suiza precisamente por sus medios. Era responsable de los servicios de un cantón en el que vivían 600.000 personas. Y para toda esa gente disponía de 600 profesionales de salud mental infanto-juvenil. Esto, aquí, es inimaginable. Casi me da vergüenza contarlo.

—¿Tenemos una juventud sana mentalmente?

—La juventud nunca ha sido sana mentalmente [ríe]. Las cifras epidemiológicas son de un 20 por ciento de personas de esas edades que necesitan una ayuda médica psicológica. Uno cada cinco, y en todos los países. Esta sociedad es problemática para ellos, de manera que agrava la situación de los que tienen dificultades. Los adolescentes padecen varios problemas: uno de ellos, que crea muchos conflictos en todas partes y que es nuevo, es el comportamiento violento. Ha aumentado mucho, clarísimamente, en jóvenes cada vez más jóvenes. Esa violencia tiene relación con la cuestión tecnológica: hay una banalización de los comportamientos violentos en los chavales. La ven constantemente, como si fuera un fenómeno natural. Y cada vez contemplan cosas más crueles, más salvajes. Los niños de mi generación nunca habíamos visto un acto violento real. Y virtual, en los western, en los que estaba todo ritualizado.

—¿Cuál es su efecto?

—El peor efecto es que la consideran algo trivial. Es un problema serio. Los niños han de aprender a controlar sus deseos violentos. Deben aprender a esperar, no pueden descargarla inmediatamente, algo difícil cuando observan en la televisión, el cine o los videojuegos que esos deseos violentos se suceden constantemente. Y eso se está viendo en todas partes.