Entre cultivos, paredes de piedra y campos baldíos, el coche que nos llevaba enfiló dando tumbos por caminos de carro hacia una zona boscosa que quedaba a la izquierda de la antigua carretera de Portmany, entre Sant Rafel de Forca y Sant Antoni. Nos detuvimos en el sotobosque de una ladera y, tras abrir el capó, nos enfundamos del cuello a los pies un ´mono de trabajo´ blanco que cerramos con flejes, cubriéndonos la cabeza con un capuchón que tenía una mirilla rectangular en su parte frontal y que me hizo pensar en la limitada percepción visual de los buzos y los astronautas. Mientras nos vestíamos, Antonio nos dijo que las abejas eran más agresivas frente a los colores oscuros, razón de que la indumentaria del apicultor fuese casi siempre blanca o amarilla. Con aquel estrafalario uniforme, nuestro caminar se hizo cómico y torpe, pero no tardamos en oír un rumor que fue creciendo y que enseguida identificamos: estábamos entrando en un campo de abejas. En aquel momento, la curiosidad que sentíamos se vio atemperada por cierta forma de prevención instintiva y aquel fragor sobre nuestras cabezas nos detuvo un instante. Nunca habíamos oído nada parecido. Bueno, tal vez sí. Recordaba el insufrible bordoneo del moscón estival que se cuela en una habitación, sólo que ahora se nos echaba encima una nube de insectos y temblaba el aire. «Este estruendo es normal -dijo Antonio-, las abejas pueden batir las alas con una frecuencia de hasta 250 ciclos por segundo». La palabra zumbido -brunzit en catalán- no consigue transmitir lo que parecía ser una señal de alarma para la colmena y una advertencia para nosotros. Onomatopeyas como ´brunnnnnnz´ o ´zrummmmm´ no recogen la batahola que generaban los insectos que intenté fotografiar pero que me cubrieron por completo el objetivo. «En esta época comienza la hibernación y es raro que haya tantas abejas volando. En invierno se arraciman en el interior de la colmena para protegerse del frío, aunque tampoco es raro que con la bonanza de estos días se mantengan activas». Fue el comentario que nos hizo nuestro preceptor que abría camino con total tranquilidad y que nos hizo una señal de que le siguiéramos. Y le seguimos.

Así fue como descubrimos uno de los secretos mejor guardados de la isla: unas colmenas milenarias. Allí había cases d´abelles tradicionales, en cajas de madera, pero dominaban las estructuras arcaicas en fragmentos de troncos huecos de higuera o de algarrobo; y de cañas y barro, con los techos de arcilla, carbón y algas; y algunas otras construidas con lajas de piedra seca que parecían pequeños sepulcros. «Antiguamente -comentó Antonio- los payeses las hacían incluso de llata, de esparto, con formas tubulares». La actividad era febril y las abejas entraban y salían por los pequeños orificios de la piquera. Eran colmenas muy primitivas. Vestigios de otro tiempo.

Arqueología viva. Antonio no dijo nada y hasta parecía divertirle nuestro asombro que, con toda seguridad, ya se esperaba. Por un momento guardó silencio, dejó que nos situáramos, y sólo después nos dio su explicación: «De hecho, estas ´casas´ no son eficientes. Los panales son fijos y poco accesibles, su rendimiento es bajo y quedan al alcance de ratones, lagartijas, hormigas y otros insectos. Aun así, los apicultores, siempre que podemos, las conservamos activas. Somos conscientes de su valor patrimonial y no entendemos que no se preserven. Colmenas así, hoy, solo existen en algunas regiones africanas. Muchas de estas ´casas´ han desaparecido de un día para otro y hoy pueden estar en museos extranjeros». Fue el comentario que, con estas o parecidas palabras, nos hizo Antonio Peinado hace ya algunos años. Hoy me pregunto qué puede quedar de aquello que vimos. Y también me pregunto cómo es posible que estas arcaicas colmenas sean hoy prácticamente desconocidas. Ha podido jugar en ello su aislamiento. Y la misma concentración de abejas es muy capaz de desactivar la curiosidad de quienes puedan toparse por casualidad con los enjambres, pues su zumbido amenazador desaconseja acercarse sin la debida protección. Y aún con ella, a mí me sigue pareciendo temerario. Lo pudimos comprobar en aquella primera visita. Sucedió que a mi mujer, a pesar del aparente hermetismo de su traje, por un fallo de los cierres, le entró una abeja en el interior del capuchón y suerte tuvo de que el insecto, buscando la luz, se posara en la mirilla del rostro, ubicación comprometida que aprovechó Antonio para aplastarla con una enérgica palmada.

La excursión de aquel día y las conversaciones que tuvimos después no solo sirvieron para que descubriéramos aquellas antiquísimas colmenas, sino que fueron familiarizándonos con un mundo que desde entonces nos sigue sorprendiendo. Antonio nos explicó muchas cosas, pero también hablamos con apicultores de Jesús, Sant Joan y Santa Eulària. Y algún tiempo después, con otros de Mallorca y Cataluña. Pronto nos dimos cuenta de que este mundo misterioso y fascinante de las abejas interacciona con el nuestro de tal forma que debería interesarnos mucho más. Aunque sólo sea por algo que puede sorprender, pero que científicamente está demostrado que podría suceder. Me refiero al hecho de que, si desaparecieran las abejas, nuestras islas perderían buena parte de su cobertura vegetal, no en vano son ellas las que más contribuyen a la polinización de innumerables árboles y plantas. En otras palabras: la precaria agricultura de las islas, sin las abejas, tendría un gravísimo problema.