En el preámbulo de la entrevista Alberto García-Alix (León, 1956) lleva la conversación a su terreno con la voz áspera del humo de los cigarros que le han prohibido fumar. Cuenta las historias del poeta pendenciero Pedro Luis de Gálvez y del anarquista Lucio, al que conoció durante su etapa en París para tratarse una dolencia hepática. Divaga. Juguetea con su cámara Hasselblad. Sonríe a la camarera que se acerca a decirle que admira su trabajo... Está contento en esta mañana suave de Formentera, donde el lunes inaugura su primera exposición en la isla, después de llegar el día anterior desde Madrid a lomos de su Harley. Espera el momento de sentarse a comer en una mesa del chiringuito de les Platgetes, bajo una sabina, junto al arenal de Migjorn.

—Hace poco, en otra entrevista con un fotógrafo, decía que todas sus imágenes son autorretratos, porque siempre acaba encontrando algo de él en ellas. ¿Se reconoce en esa idea?

—Como concepto de autoría un poco, claro. No es verdad porque no tiene esa intencionalidad. Tiene de autorretrato lo que tiene de expresión personal.

—Pero siempre ha fotografiado paisajes y personas que formaban parte de su vida.

—Me reconozco más en el paisaje, porque es algo que me pertenece. Siempre hay algo de autobiográfico. Existe. Existen esos espacios autobiográficos. Existe ese latido... pero ahora lo veo de otra manera.

—Cuando se habla y se escribe de Alberto García-Alix como el fotógrafo del exceso, de los personajes del lado salvaje, ¿qué siente?

—Eso son gilipolleces. Pero yo no leo sobre mí, para leer tonterías... y más cuando se hace sin sentido del humor. Es todo un pastiche. Son mentiras que se quedan. Como lo de ´fotógrafo de la Movida´. Yo no fotografié la Movida, no tuve esa intención. Quien sí lo hizo fue Miguel Trillo. Yo no retraté a la Movida. No tenía tiempo.

—¿Tenía suficiente con vivir ese momento?

—Exactamente. Yo nunca tuve la idea de hacer ese trabajo, era muy parcial. En lo del exceso hay algo de verdad. Existió. Pero ese ya no soy yo.

—¿Cómo recuerda esa época, con nostalgia, con cariño, con desinterés?

—Fue mi juventud y eso siempre deja una nostalgia, pero no es algo que me preocupe. Me preocupa el presente. A través de la fotografía a veces me veo obligado a volver a ello. Es mi trabajo y está ahí. Me veo obligado a dialogar con mi trabajo pasado.

—En el vídeo para la retrospectiva que hizo el año pasado en el Museo Reina Sofía de Madrid, ´De donde no se vuelve´, decía que había pagado el precio por esos excesos: «Mala suerte y dolor». ¿Se arrepiente de algo?

—No me arrepiento de nada, de qué vale. Al contrario. Fuimos unos privilegiados en muchas cosas. Los años 70 y 80 en España se caracterizan por la trasgresión, la agitación, estar contra el sistema... eran valores en alza para la juventud. Al final de los 90 llega lo políticamente correcto. Tenemos suerte de hasta vivir una libertad. Todo se paga. Todos pagamos.

—¿Se ha perdido esa efervescencia?

—Hemos perdido todos. Nos hemos hecho todos más nihilistas, ya no hay ideologías. Es todo más vacuo. Todo ha cambiado.

—Entonces ¿qué queda del Alberto García-Alix de los 80 en el de ahora?

—A todos nos queda algo (ríe). Queda la personalidad, aunque con un aprendizaje. Los años te dan experiencia. Te marcan.

—En esa exposición recuperaba fotos de todas sus etapas, de toda su vida. ¿Qué le despertó volver a verlas?

—Más que las fotos fue escribir el texto, con el que hice un repaso a todo. Las fotos ya las he visto. Soy un hombre muy afortunado, un privilegiado.

—Muchos otros en esa época se quedaron por el camino... Eso le habrá marcado de alguna forma.

—Dios los tenga en su gloria a todos. Yo estoy vivo y me voy a comer una paella.

—Hablaba antes de Madrid y de Formentera... ¿qué le han aportado esos lugares en los que ha vivido y a los que ha fotografiado?

— Tengo una relación sentimental con Formentera. Llegué en el 88 y todas las vacaciones primero me iba un mes a recorrer el mundo con la moto y luego venía aquí a recargar energía para continuar.

—Sin embargo dice que la isla acabó expulsándole...

—Todas las islas te expulsan. La vida a veces te echa de un sitio. Pero hemos hecho las paces (ríe).

—¿Y Madrid?

—Sigue siendo mi centro. Es donde tengo mis amigos. Me encanta la idiosincrasia de la ciudad... Me paso mucho tiempo de viaje pero siempre vuelvo: A Madrid, con mis motos, a Formentera, a la paella... Volver.

—¿Cuando compone una imagen qué es lo que busca, emoción, provocación, estética?

—Provocación jamás.

—Pero mucha gente le llama provocador.

—No lo entiendo así. La mirada cambia y no es lo mismo ver con veinte años que con treinta que con cuarenta. En principio miras más hacia fuera, la imagen... Ahora la imagen te da dentro y provoca un monólogo interior, una reflexión. Ahora mismo esas sabinas me hablan de tu alma torturada (carcajadas).

—Y busca ese equilibrio entre la emoción y el sentido estético...

—El sentido estético lo hay en todo. Viene de la composición. Buscas que las cosas te hagan hablar de lo que quieres hablar. Estas cámaras de medio formato (coge su Hasselblad) te dan más tiempo de parada. Me veo obligado a parar, a decidir, a entender lo que estoy viendo y hablar con ello... y al final si hablo con ello también hablo conmigo.

—A lo largo de su carrera ha hecho muchos retratos y es algo que ya define su trabajo.

—Sí, pero no sólo el retrato de seres humanos, para mí el retrato es todo. Es la intención de ponerme enfrente, la intencionalidad de retratar... los objetos, las personas, el paisaje... es una manera de entenderlo, a través de una frontalidad.

—¿Retrata el alma de las personas? En el caso de que exista...

—El alma existe, pero no sale nunca. En la fotografía siempre hay algo que quiere salir y algo que no quiere salir. No sale el alma y tampoco salen los pecados. Si se pudieran retratar los pecados ya sería la hostia...(ríe).

—Siempre ha fotografiado cuerpos desnudos, tatuados, el sexo de una forma explícita...

—El sexo por el sexo no. Hice una serie de actores porno pero no por el sexo. Eran gente que conocí en un momento dado y me interesaban como personas. Me despertaban mucha curiosidad. Hice desnudos con ellos porque el cuerpo es su trabajo. Para fotografiar actores porno hace falta ser muy exhibicionista...

—Entonces es un exhibicionista.

—Claro, como fotógrafo soy muy exhibicionista. La fotografía me ha convertido en un exhibicionista, de mi cuerpo y de mis emociones. Todo artista es un exhibicionista. La obra está hecha para existir, que los demás lo vean está muy bien, pero primero tiene que existir.

—El mundo de la fotografía ha cambiado mucho en los últimos años con la imagen digital. ¿Cómo ha vivido ese cambio? ¿La utiliza?

—La uso para vídeo, pero no para la fotografía. Sigo haciendo las fotos en analógico porque tengo fe. Hago la foto y después rezo: ´a ver cómo ha quedado... imagínate que feo...´. Qué misterio tiene la imagen digital: ´no me gusta, lo voy a corregir...´. Yo sigo teniendo fe.

—¿Se ha perdido el momento irrepetible del único disparo?

—Sé que es algo imparable, yo debo ser de los últimos dinosaurios... porque me lo puedo permitir, porque las condiciones han cambiado mucho para los fotógrafos. Yo es que no soy un fotógrafo, soy un diletante con una cámara. Puedo jugar con ello, con ese material que se va acabando. El hiper foco, el hiper retoque, el hiper hiper... sí, está muy bien, pero no veo más poesía. ¿La fotografía ha ganado en poesía con este cambio? No. La plata sigue teniendo más poesía. A mí ya me da igual, trabajo así y en blanco y negro, es un estilo, es una manera de expresarme, ya no tiene importancia.

—También hizo fotos en color y luego lo dejó.

—Porque empecé a hacer color sin saber hacerlo y cuando empecé a saber vi que me expresaba mejor en blanco y negro. Es una asignatura un poco pendiente. Hay que aprender a ver el color. El blanco y negro se queda en una alegoría de un sueño. Se ha quedado en un mundo onírico.

—Habla en pasado.

—En cierto modo. Antes crecíamos viendo televisión y los periódicos en blanco y negro. Ahora todo es en color y para los niños que crecen ahora el blanco y negro sólo existe en los sueños.

Para la entrevista y busca corriendo la cámara. Le dice al comisario de su exposición en Formentera, Manolo Oya, que no se mueva y le hace un retrato. Masculla para sí mismo mientras prepara la composición, tiembla un segundo y dispara. Repite el proceso dos o tres veces. Descarga el carrete. Sigue.

—En los últimos tiempos ha buscado otras formas de expresión. Utiliza mucho más el vídeo, los diaporamas...

—Te pones a jugar y buscas otros caminos por los que expresarte. Unes imagen y palabra, haces montajes, le das ritmo, vas creando emociones...

—También la escritura, aunque siempre lo había hecho, desde los 80, con ´El canto de la tripulación´ o las colaboraciones en revistas y fanzines.

—Para hacer un vídeo necesito la palabra. Lo veo como una forma de crear una nueva obra, pero todo gira alrededor de la fotografía, la palabra también, ¿por qué?, no lo sé.

—Hace poco se recopilaron todos sus textos en el libro ´Moriremos mirando´, ¿cómo fue esa experiencia?.

—Al principio me daba mucha vergüenza, pero me gustó el resultado. Pero yo no soy escritor, para mí es un divertimento.

—Pero también emplea mucha energía en ello.

—Toda. Mira cuántas canas tengo (ríe).

—A lo largo de los años ha trabajado con muchos músicos. Les ha fotografiado, ha diseñado carpetas de discos... ¿Cómo es su relación con la música?.

—Tengo muy mal oído. Me gusta la música pero no tengo oído, tengo orejas. He hecho fotos para muchos músicos porque eran amigos. Pero escucho mucha música y tengo un espectro musical muy amplio, me gusta la música que me lleva a una cadencia, a un trance.

—La música electrónica, por ejemplo.

—Me gusta para oírla en una discoteca, no en mi casa... y depende de qué música electrónica y de cómo esté yo para bailar... El reggae no me gusta nada. Me gusta el tango, el rock and roll clásico... que nadie me toque a Elvis ni a Johnny Cash (ríe).

Tras apagar la grabadora habla más de música y de sus motos y del exceso de construcción en Ibiza, con un recuerdo vivo de los veranos locos de los 80. Su mirada se enreda en las sabinas, «lo más retorcido que hay», vuelve a agarrar la cámara y se va a hacer fotos.