Regresa el tío rico de América, el indiano inverso que labró una fortuna en su isla natal y hoy cuenta con más residencias que David Beckham, desperdigadas por el planeta. Al final de la escapada, Matas clausura tres años de invisibilidad por imperativo judicial. Deberá explicar por qué conseguía precios más baratos que nadie cuando compraba su palacete privado, y por qué pagaba más caro que nadie cuando derrochaba dinero público en un velódromo.

Ni el abogado de Matas escucha la voz de su cliente, se comunican por correo electrónico. El comité de bienvenida al emigrante de lujo se ha agrietado, porque sus actores secundarios –Rosa Estaràs, José Ramón Bauzá– han montado oportunos viajes para rehuir su participación como palmeros en el juzgado. El PP balear se tomará una semana de puente, después de que su último congreso se convirtiera en una silenciosa moción de censura contra el ex presidente. Siete años en el Consolat, tres de ministro, ni una sola mención de los correligionarios cuyo honor ha mancillado.

La humillación ha comenzado antes de la imputación efectiva, y por partida doble. En primer lugar, el penitente Matas se arroja ceniza sobre la cabeza y se persona en Mallorca, por boca de su abogado, como «un ciudadano privado». Busca un atenuante para sus manejos, después de encallecer persiguiendo la notoriedad. En segundo lugar, ha de rebajar su palacete de 800 metros y más millones de pesetas a pisito de Azcona, cuando lo compró para apabullar a sus conciudadanos. Ahora es modesto, ahora es pobre, cuando debe responder por nueve delitos presuntos y un pecado capital confeso, la soberbia.

El final del ciudadano Matas no puede abarcarse sin refrescar sus orígenes. En la primera mitad de los noventa, Gabriel Cañellas se precipitaba en la oscuridad del Túnel de Sóller y el indiano poliimputado se aclimataba a la conselleria de Economía, que coronó tras las purgas de 1993 y el meritoriaje junto a Alexandre Forcades. El conseller treintañero presumía de liberal: «Espero que mis amigos me avisaréis si cometo los mismos errores», proclamaba, refiriéndose a los errores que prodigaba el entonces presidente.

Sin embargo, no hubo oportunidad de prevenirle de una deriva que le ha conducido al mismo pozo que a Cañellas, sólo que en peores condiciones. El superego se le quedaría pronto pequeño al joven Matas, que no escuchaba a nadie. Por entonces, todavía trabajaba. Era el único conseller que permanecía en su despacho los viernes por la tarde, y se encargaba de que los periodistas se enteraran de su estajanovismo.

En 1995, el Túnel se derrumba sobre Cañellas y Matas creyó que sería el sucesor inmediato. La engorrosa interferencia de su antítesis, Cristòfol Soler, le obligó a apuñalarlo al dorso. En el Consolat enterró la imagen de ficción que se había labrado con esmero. Dejó de escuchar, instauró un cañellismo con peores modos. Denunciaba «acusaciones miserables» cuando montaba una subasta pública sobre Son Espases, aprovechaba el discurso de investidura para felicitarse por el despido de un periodista indócil. No había zancadilla con la que no estuviera familiarizado. Ha contratado con cierto retraso a un especialista en derechos humanos, que hubiera sido más útil para Balears durante sus mandatos.

Antes que el dinero fue el poder. Matas accede a la presidencia de Balears en 1996, sin someterse a unas elecciones. Conforme se acercan los comicios de 1999, le asalta el pánico y se embarca en los escándalos de Bitel y Mapau, de los que salió ileso porque la fiscalía no era entonces anticorrupción. El objetivo de ambas operaciones era garantizarse la continuidad en el Consolat.

En el segundo mandato, de 2003 a 2007, la obsesión con el poder derivó a la fijación con el dinero. Para aliviar a Mallorca, siempre se puede descargar la responsabilidad sobre su etapa madrileña como único ministro varón de la desaparecida cartera de Medio Ambiente. El mayor castigo –para este ultraconservador autoritario que en la capital expendía liberalismo– consiste en que las denuncias activadas por la justicia procedan de la derecha dura, sin que su gran amigo Cándido Conde Pumpido haya logrado interceptarlas tras una melodramática porfía.

Matas aspiraba a un destino político todavía superior. Se enamoró del dinero porque el poder provinciano había dejado de satisfacerlo. Tremendamente competitivo, pero no valiente, el «Matas no vendrá» tan repetido estos meses en Mallorca no refleja tanto su carácter como la transferencia a la experiencia de cada mallorquín de la peripecia del imputado, «qué haría yo si estuviera en la piel de Matas».

El opulento tío de América arriesga el pasaporte, y puede ser condenado a habitar en el palacete de San Felio que le condujo a la pérdida del poder. Su Xanadú particular, con palmeras en el jardín de uso privado junto al Born, puede desembocar en lugar de reclusión, el Bellver de Jovellanos. La pregunta no es qué político puede comprar una casa de mil millones de pesetas, sino qué magnate puede mantenerla vacía, mientras se desgasta a precio de oro.

La gestión de su ingente patrimonio inmobiliario apenas si le dejaba a Matas unos minutos, para consagrarlos a la tarea subsidiaria del Govern. El estrés del pluriempleo público y privado es otra atenuante que comparte con Eugenio Hidalgo o Maria Antònia Munar. Ahora debe responder, por primera vez en dos décadas. Pocas veces una sociedad ha depositado tanta responsabilidad sobre un juez, que deberá administrar la dolorosa vergüenza colectiva para preguntarle al ciudadano Matas todo lo que los habitantes de Balears quieren saber sobre él, y ya no les da miedo preguntar.