En el Otoño de 1939 -recién terminada la Guerra Civil-, Juan Benet y yo coincidimos en el Colegio del Pilar, de Madrid. Primer curso de Bachillerato. Estuvimos siempre en aulas distintas, de modo que sólo nos veíamos en los recreos. Y quizá le viera yo más a él que él a mí, por la sencillísima razón de su estatura, verdaderamente sobresaliente, desmesurada. Y como si los alumnos quisiéramos jugar a la paradoja, todos le llamábamos Juanito.

Nos dejamos de ver cuando terminamos el Bachillerato y los dos abandonamos el Colegio del Pilar. Hasta Febrero de 1949. Había escrito yo mi primera novela corta (‘Hambre y amor’) y decidí presentarla al Premio Café Gijón, que acababa de fundar Fernando Fernán-Gómez. También fue esa tarde, al fin, la primera vez que entré yo en el mítico café literario madrileño. ¡Cuántas otras tardes, antes, había pasado por delante de las cristaleras de sus ventanales, con el afán de atisbar en aquella pecera a alguno de los peces gordos de las letras españolas en candelero…!

Lector puntual cada semana de La Estafeta Literaria, yo sabía que al Gijón acudían a diario personajes tales como García-Nieto -poeta-adalid de La Juventud Creadora-, el afamado escritor (que casi no escribía) Eusebio García Luengo, Camilo-José Cela, Juan-Antonio de Zunzunegui -el del mal fario-, Buero Vallejo o Víctor Ruiz Iriarte, al que llamaban «El Pequeñito» porque era un enanito, pero con un buen vozarrón y hasta con una guapa novia, actriz de teatro conocida.

Con Benet en el Gijón

Así, pues, entré la tarde que digo en el Café Gijón, con mi novela, bien mecanografiada y encuadernada, en mis manos, frías por la emoción. Al primer camarero que me tropecé, le pregunté por García Nieto -Fernán-Gómez le había designado secretario del concurso-. El camarero señaló a un individuo, que estaba sentado, de espaldas a la entrada, en uno de los divanes de peluche rojo:

-Es ese caballero repeinado y trajeado de azul marino-, aclaró o recalcó el camarero.

Pepe García Nieto me recibió amicalmente. Me invitó a sentarme con él, incluso, a tomar café. Dejó mi novela -sin ni siquiera haberla abierto-, sobre el mármol de la mesa contigua a la nuestra. Pero a García Nieto le acompañaba esa tarde alguien inimaginable para mí en semejantes cometidos: Juan Benet…

Juanito se limitó a saludarme con un arqueo de cejas, que ni debió advertir García Nieto. (Señalaré que Juanito era cejijunto). Sin embargo, con desfachatez inaudita, tomó mi novela en sus manos y se dedicó a hojearla, con tranquilidad propia de lector. El secretario del concurso literario empalideció de estupor, mientras yo me reía para mis adentros ante tamaño desparpajo, colmado de osadía y descortesía, también, claro está. Cuando Juanito devolvió mi novela a su lugar en la mesa contigua a la nuestra, hizo otro gesto benevolente, como de aprobación. Juan Benet era así, gestero, presumido, desatento con el prójimo (muy probablemente, por timidez), divertido. (Verle actuar, que se comportaba como actor en escena).

Después de fallado el concurso (Eusebio García Luengo ganó el primer Premio Café Gijón de novela corta con ‘La primera actriz’), yo continué yendo al café, donde fui, en general, muy bien recibido. La verdad es que ‘Hambre y amor’, aún sin publicarse, me abrió las puertas de las diversas tertulias que se reunían por aquellas calendas en el café.

Me convertí, pues, en asiduo del Gijón, donde coincidía esporádicamente algunas tardes con Benet. Si estábamos solos, charlábamos un rato. Juan no había publicado nada todavía, pero ya se mostraba como ferviente admirador de Faulkner, influencia ésta que, a la larga, como novelista, creo que le perjudicó. Y es que las influencias evidentes, producto de admiraciones rayanas en el fanatismo, nunca dan positivo en quien las padece.

Luis Martín Santos

Una de aquellas tardes, Juan trajo consigo al Gijón a un joven, más o menos, de su misma edad; también de buena estatura, aunque sin exceso alguno al respecto. Lo que más caracterizaba físicamente a aquel joven: unas profundas ojeras oscuras, tremendas, llamativas. Era médico psiquiatra y se llamaba Luis Martín Santos.

Se solían sentar solos, aparte, para charlar largo y tendido entre ellos dos. Alguna vez les vi en compañía de Rafael Sánchez Ferlosio, con José Suárez Carreño, con el pintor Juan-Manuel Díaz-Caneja y también con un raro personaje: Francisco Pérez Navarro, el primer beatnik que conocí en la vida, que periódicamente iba y regresaba de Londres. Se las daba de filósofo y me espetó un día:

-Lo moderno es no ducharse, ni lavarse los dientes.

Tanto Benet como Martín Santos despreciaban la novela social, tan en boga entonces entre nosotros, e, igualmente, la literatura costumbrista o localista, en general. De modo que se granjearon pocas simpatías entre la grey de plumíferos que concurría al Gijón. Se decía que esos señoritos miraban a todo el mundo por encima del hombro.

Juan me presentó a Luis Martín Santos, que me pareció persona afable, nunca en actor de sí mismo, como su amigo. A Martín Santos le gustaba hablar conmigo de mi padre:

-¿Cómo le va ahora en el Instituto Cajal?-, me preguntaba.

Pero por quien sentía suma curiosidad era por don Santiago Ramón y Cajal; le entusiasmaban las anécdotas de su vida que yo le contaba. Y lo que le dejó asombrado fue que yo hubiera llegado a conocer personalmente a Don Santiago.

Si no a la primera, desde luego, sí a la segunda o tercera convocatoria del Premio de novela corta Café Gijón, Luis Martín Santos presentó una obra suya, que, incomprensiblemente, pasó inadvertida para todo el mundo. No obstante, yo quise leerla, se la pedí y Luis me la dejó, amablemente. Se titulaba ‘Pastoral’. Desarrollaba la historia de un triángulo amoroso, vivido por unos seres rústicos, primarios; tres personajes que viven por y para un rebaño de cabras en la soledad de una pedriza. El amo y señor del rebaño; su criado -el pastor de las cabras- y la moza serrana, que se cuida de los dos hombres. «Fermosa, lozana e bien colorada». Cuando, un mal día, la serrana pare entre las cabras -ignorando cuál de los dos hombres puede ser su preñador-, la moza, sin más pensárselo, arroja a la criatura recién nacida al pozo. Una novela tremenda, magnífica, muy bien escrita, además. Nunca llegó a publicarla en vida el autor, aunque pasado algún tiempo parece ser que le cambió el título: si ‘Vientre hinchado’ se antoja mucho más explícito, perdía la poesía que emanaba de ‘Pastoral’.

‘Tiempo de silencio’ fue una novela-impacto, como lo fueron antes el ‘Pascual Duarte’ de Cela y ‘Nada’, de Carmen Laforet. Y algo más aún con respecto a la novela de Martín Santos: ‘Tiempo de silencio’ está considerada hoy en día como la novela emblemática, definitoria, de una época, un mito literario, por tanto.

Sin embargo, a mi gusto o juicio crítico, la carga política que bulle a lo largo de la narración, que soporta la novela, me hace desmerecerla en no poca medida. Nada que ver eso con un paisaje histórico al fondo, como sucede, por ejemplo, en ‘El gatopardo’. Buena literatura e ideología política casan mal. A mano tenemos el caso de ‘Madrid, de corte a checa’. Si la primera parte debo admitir que constituye un excelente ejemplo de narrativa valleinclanesca, la segunda parte queda, lamentablemente, en panfleto político.

Tras el éxito fulminante, arrollador, de ‘Tiempo de silencio’, a Martín Santos le acometió el temor de poder quedar en la historia de la literatura como el autor de una sola obra. Se aplicó, pues, con ahínco a escribir ‘Tiempo de destrucción’, pero no le dio tiempo a acabar su segunda gran novela.

Por su parte, Juan Benet, si no acertó a escribir jamás una novela-impacto, sí contó con tiempo y tuvo la capacidad imaginativa necesaria para crear una obra extensa y sobresaliente, por la que ha merecido nada menos que la consideración de maestro por parte de una serie de escritores más jóvenes, que se precian de ser discípulos suyos. ¿Cabe mayor elogio o distinción?

Si ya hemos dicho que Benet admiraba profundamente a Faulkner y que -quizá inconscientemente- se dejó influir en exceso por el novelista norteamericano, la admiración mayúscula de Luis Martín Santos se decantó por Joyce. Huellas del genial irlandés podemos percibirlas en ‘Tiempo de silencio’, así como también una fugaz sombra cajaliana, que se columbra en algunas páginas.

Solange Laffon

Una de aquellas tardes que he rememorado, que recalábamos los tres en el Gijón, les vi acompañados de una muchacha joven, rubia, con muy buena pinta; tenía cierto aire de extranjera. Inopinadamente, los tres se pusieron a jugar a épater le bourgois, divertidísimos. Primero besaba uno de los dos en la boca a la muchacha rubia y enseguida lo hacía el otro, para, de inmediato, repetir la ronda una y otra vez. Y se reían los tres con ganas de lo que hacían y de dónde lo estaban haciendo. Creo que nadie les llamó la atención, pero las caras de los intelectuales progresistas allí presentes reflejaban estupor, escándalo o reproche para una moral burguesa, apenas camuflada.

Aquella encantadora muchacha rubia, pocos meses más tarde, se casó con Luis Martín Santos. Se habían conocido en la clínica psiquiátrica del Dr. López-Ibor, donde ella ejercía de enfermera y él realizaba prácticas. Era Rocío Laffon.

En Ibiza, en 1962, conocí a Solange Laffon. Joven, cenceña, siempre sin maquillaje alguno, resultaba atractiva y mostraba al reírse una fuerte y esplendorosa dentadura. (Toda la vida me gustaron las mujeres algo dentonas). Hago memoria, pero no recuerdo quien me presentó a Solange. Ese año, en el que yo pasé una temprada en Vila, en el Hotel Montesol, nos vimos bastante. Alguna noche nos íbamos a cenar a Sa Punta, en Santa Eulalia, y en alguna ocasión nos acompañó un querido amigo mío, Antonio Marí Viñas. Solange era dicharachera, ingeniosa, encantadora.

Me habló de su hermana Rocío, que estaba casada con el psiquiatra y escritor Luis Martín Santos:

-¿Le conoces?-, me preguntó enseguida.

En cambio, nunca me comentó nada de ‘Tiempo de silencio’, que se acababa de publicar ese mismo año, pese a ser gran lectora. Como le encantaba Cela («¡ah, el lenguaje…!»), yo le regalé ‘Izas, rabizas y colipoterras’, libro francamente divertido. (Ella me había traído de Gibraltar un jersey de lana inglesa).

Solange -casada y separada de un primo hermano francés-, vivía en Dalt Vila, en un vetusto y hermoso caserón de la calle Pedro Tur (propiedad, creo, de la familia Llobet), con sus padres y una hija suya, pequeña, que tuvo en su fugaz matrimonio. Nadie supo nunca en Ibiza por qué el clan Laffon recaló en la isla, ni para qué se instalaron a vivir allí. Procedían de Galicia, donde el patrón había explotado un criadero de ostras. A Adalbert Laffon, un alto y altivo monárquico legitimista francés, apenas sí lo saludé tres o cuatro veces. Todo lo contrario me sucedió con su mujer, Gracia, a la que veía casi a diario en la cafetería del Montesol, donde yo escribía por las tardes. Fue la propia Gracia -una pizpireta malagueña, de familia distinguida-, quien me contó que su marido les había abandonado.

Adalbert Laffon se había largado en su pequeño yate con una jovencita alemana que ese mismo invierno le había ayudado a rascar el casco del barco. Poco después, fue cuando Gracia montó un restorán por el puerto de Ibiza. Hacían cocina francesa y yo lo frecuenté bastante, si bien nunca en compañía de Solange. No quería que su madre la viera conmigo.

Pasados años -ya no vivía yo en la isla-, leí ese pequeño libro precioso de Benet, titulado ‘Otoño en Madrid hacia 1950’, donde Juan hace una deliciosa semblanza del clan Laffon, visto allá, en Galicia, a la vera del criadero de ostras. A Solange le dedica un canto emocionado. Dice de ella que, sola, merecería un libro de mil páginas.

Por la lectura de la interesante y sugerente biografía de Luis Martín Santos, publicada recientemente por José Lázaro, me entero de algo sospechado por mí sólo a partir de la lectura de ‘Otoño en Madrid hacia 1950’. Que el gran amor de Juan fue Solange.

En nuestras muchas, largas y divertidas charlas, Solange nunca mencionó, para nada, a Juan Benet. Ni me preguntó, siquiera, si le conocía. Un día, Solange alquiló un estudio en sa Penya, en el mismo edificio colgado sobre el mar donde vivió la pintora finlandesa Anita Snellman. Fue allí donde la vi por última vez. Sobre la mesa-camilla del gabinete tenía una pipa de kif.