«Al que profane este sepulcro le caerán todas las maledicencias. A él y a su descendencia». Algo así, pero leído en versión original fenicia por un sacerdote –que da muchísimo más miedo–, clausuró el último entierro celebrado ayer en Ibiza según el rito del antiguo pueblo semítico. El texto procede de una tablilla hallada en una necrópolis de la Península, aunque bien podría haber sellado la última morada con las cenizas y los huesos de algún fenicio pitiuso finado: un cántaro. Todo lo que se sabe de la muerte en épocas remotas de la historia de Ibiza está en la necrópolis de Puig des Molins, y ayer se puso en marcha una manera nueva para contarlo. Los Amigos del Museo Monográfico de Puig des Molins, el centro y el Ayuntamiento de Ibiza han colaborado en la visita dramatizada a la ciudad de los muertos, que se repetirá el último domingo de cada mes –excepto en diciembre, que se celebrará el día 20–, que coordina la actriz Neus Torres y que ponen en escena varios miembros de la asociación. Por las dimensiones de las galerías por las que transcurre más de la mitad del espectáculo divulgativo, la representación mensual está limitada a un estricto aforo de 25 personas (sin distinción de edad).

Y es que tras conocer como se despedían de sus difuntos los fenicios, después de haberlos reducido a cenizas y machacado bien los huesos resultantes, los asistentes a la representación inaugural avanzaron varios siglos para descubrir como se hizo la transición a las inhumaciones. Los púnicos, o cartagineses, enterraron y también quemaron a sus finados. Como con sus predecesores, el dinero determinaba la intensidad del lloro de las plañideras profesionales de los cartagineses. También, en el caso de las piras funerarias, la limpieza de los restos óseos y el grado de pulverización: a más dinero, mejor machacados y más blancos.

En los enterramientos, el cuerpo debía ser purificado con ocre y a los familiares del difunto había que rociarlos con agua para eliminar la impureza de haber estado en contacto con él. Los actores rociaron al público, de paso, para eliminar cualquier rastro de mal fario. El muerto se llevaba al otro mundo sus pertenencias y también víveres necesarios para el viaje de retorno a la tierra, porque los púnicos creían en el renacer. El ajuar funerario seguía una disposición litúrgica que se reprodujo milimétricamente en la recreación, incluyendo los soles y la simbología del renacer y de la diosa Tánit, que regía en el inframundo.

Carmen Mezquida, arqueóloga y cicerone en la incursión al mundo de los enterramientos, explicaba que los cartagineses sembraron de hipogeos el monte y sólo se han excavado medio millar de los 3.500 quinientos que se supone que había en la zona, una auténtica ciudad de muertos. El pozo de entrada era tan ajustado que apenas pasaba el sarcófago en el que se depositaría al muerto y se reutilizaron en numerosas ocasiones: «Se vaciaba de los restos del familiar poniéndolos contra la pared y ya estaba disponible para el nuevo fallecido», igual que se hace ahora en los cementerios.

Los romanos siguieron usando la misma infraestructura, aunque sus muertos viajaban avituallados y se les colocaba una moneda que en Ibiza siempre se ha hallado en la boca, según explicó Mezquida, y en otros lugares se disponía tapando los ojos del cadáver para que tuvieran con qué pagar a Caronte, el barquero de la laguna Estigia que los llevaría a la tierra de los muertos. «La ventaja es que los romanos lo dejaron todo escrito», explicó la arqueóloga a la concurrencia, en cuclillas en el hipogeo de la Mula –denominado así porque se descubrió al caer un équido a su interior–.

Malcarado, en ese momento entró un saqueador de tumbas, que por repasar todas las colonizaciones de la isla fue de origen árabe, «aunque ladrones ha habido en todas las épocas», recordó Mezquida. El asaltante se desentendió de estatuillas y fragmentos de alfarería para concentrarse «en el metal», como contestó una de las niñas presentes.

La interrupción vino a cuento para comentar que gracias a la labor de topos de los saqueadores, unos hipogeos se han ido comunicando con otros hasta convertir el monte en un gruyere de galerías interminables a las que después llegaron los arqueólogos de los siglos XIX y XX, «los que más daño hicieron». Estos sí se llevaron todo lo que encontraron.

«No hicieron un mal trabajo», dijo la guía, «pero sus operarios –menos sensibilizados con la historia– sí», apostilló mientras un figurante distraía una estatuilla entera. Así pasaron los años, con los niños jugando en la oscuridad de las galerías expoliadas y excavadas, muy parecidas a como es ahora Puig des Molins. «El cuidador explica que entraba atado para no perderse», lo tenía prohibido pero sus padres siempre sabían que había ido allí a jugar porque salía todo sucio, explica Mezquida. Eso fue hasta la década de los 70, cuando se valló la necrópolis y se dejó a los juegos de los arqueólogos. Éstos siguen encontrando sorpresas, la última campaña se hizo en 2006, en los millares de enterramientos por excavar: «Puig des Molins todavía tiene mucho que contar».