Afortunadamente, no todos los castellanismos, particularmente los castrenses, tuvieron igual suerte. Los de uso restringido y que no llegaban al habla cotidiana se perdieron, caso de orejón, caballero, casamata o garitón. Otros, como muralla y baluarte, encontraron su correspondencia catalana en murada y baluard. Y algunos pocos –fue el caso de revellín y rastrillo– se mantuvieron en román paladino, pero, eso sí, con un significado distinto al que tiene la acepción del diccionario que define ´rastrillo´ como compuerta de madera que, con cadenas o cordajes, se izaba o abatía sobre un foso para franquear o impedir el paso a la fortaleza. Resumiendo, podríamos decir que, en términos familiares, el rastrillo era el puente levadizo de los recintos fortificados.

El hecho de que en Ibiza se conservara la palabra pudo deberse a que, en su momento (1641), no se encontró su equivalente catalana (rastell). Y porque el término nombraba un elemento de la fortificación al que los ciudadanos se referían a diario porque condicionaba la vida de la ciudad, no en vano hasta mediados del s. XIX, por razones de seguridad, el portón se cerraba a las once de la noche y se abría con el toque de diana, al amanecer, guardándose las llaves en la casa del Gobernador. Este tránsito cotidiano de los ciudadanos que subían a Dalt Vila o bajaban a la Marina explica que fuese una palabra común y necesaria. Pero por el mismo motivo de uso, una vez que pasó el peligro y el portón dejó de izarse para quedar permanentemente abatido, el rastrillo ya no nombró la compuerta y pasó a designar la rampa de acceso. De hecho, cuando decíamos «subiré por el Rastrillo» –con mayúsculas, pues era un nombre propio como el Hospital o el Convento–, todos sabían que hablábamos de la cuesta o barda que asciende a la Puerta del Mar. Cuestión distinta es dilucidar por qué la voz está hoy en franco retroceso y, prácticamente, ha dejado de utilizarse. Los advenidos de última hornada, peninsulares de habla castellana que podrían usarla con propiedad, no lo hacen porque no la conocen. Y los autóctonos nos hemos dado cuenta de que la voz en ibicenco es aberrante, pues nadie dice «ens veurem al Rastrillo». Si queremos mentar el lugar, preferimos decir «ens veurem as Mercat Vell» o algo parecido. Pero bien está lo que bien acaba, porque tampoco en castellano tiene lógica llamar rastrillo –portón levadizo en sentido estricto– a la cuesta de acceso.

En todo caso, aunque se trate de un castellanismo y haya tenido un uso inapropiado, no conviene olvidar que la palabra Rastrillo tuvo durante mucho tiempo su entidad, fue un lugar emblemático y se convirtió finalmente en una tópica postal. Cuando empezaron a llegar los turistas y se publicaron las primeras guías y los cartelones que editaba Información y Turismo, pocas imágenes fueron tan representativas de la ciudad como el Rastrillo con el telón de fondo del Portal de las Tablas. Pero el Rastrillo, desde mucho antes, en una Ibiza preturística, tenía ya para nosotros un sentido más familiar y sentimental. Y es que los vecinos de la ciudad tenían muy claro que en Vila había dos ciudades en una, Dalt Vila y la Marina. Distintas y en muchos aspectos contrapuestas. Se tenía una percepción muy clara de la ciudad de arriba y la ciudad de abajo. Dalt Vila era conservadora y la Marina liberal. En Dalt Vila vivían los señores, los clérigos y los militares, mientras que la Marina estaba habitada por la pequeña burguesía y la clase trabajadora de comerciantes, menestrales y pescadores. En los años cincuenta del siglo pasado, muchos de nosotros conocimos aún una ciudadela encastillada, ensimismada y aletargada en un silencio grave y secular. La Marina, en cambio, extramuros, era un ámbito abierto al mar, bullicioso y alegre. En aquel contexto, el Rastrillo fue durante muchos años la puerta que unía –y también separaba– aquellos dos mundos tan próximos y, sin embargo, distintos y distantes. Y el Rastrillo, por otra parte, conformó un imaginario que fuimos creando con el tiempo, un depósito de estampas que asumimos y que la sola palabra nos trae a la memoria: la de los aguadores que subían cada mañana con sus acémilas cargadas de cántaros que llenaban en la única fuente que estaba en la Marina, y la imagen más cercana de los militares que subían con sus mulos hacia el casón de almacenes y cuadras que ocupa hoy el MAC, y el flash del canónigo que en los inviernos subía y bajaba embozado como un espadachín en su manteo, y las procesiones de Semana Santa, encuadre tremendo cuando el Santo Cristo del Cementerio descendía, dando tumbos, desde la Puerta del Mar, y la imagen más rural de las caballerías y carros que abastecían el Mercado y que los payeses amarraban a uno y otro lado del Rastrillo, y vemos también a un hombre absolutamente singular, recio, cetrino, de pequeña estatura, con boina o sombrero de paja y vestido con absoluta modestia que, con unas cañas y un tintero portátil, sobre unos cartones, con trazo preciso y nervioso, deja constancia de la vida que pasa: es Antoni Marí Ribas, Portmany, un dibujante irrepetible, un genio que no quiso serlo, inseparable del Rastrillo en el que tenía su principal observatorio. El Rastrillo ha sido, en fin, para muchas generaciones, ese potente imaginario que cada cual fue construyendo con sus propias visiones y que, aunque desaparezca la palabra, seguirá en nuestro recuerdo.