Entre los muy variados y cosmopolitas testimonios que nos aproximan a la Eivissa de los años treinta, las crónicas periodísticas de la catalana Irene Polo para el diario L'Instant, de Barcelona, tienen sin duda un enorme valor para nosotros. Como las de cualquier otro viajero de su época, sus palabras refieren con admiración lo que han visto, buscan con énfasis nombrar un atmósfera llena de descubrimientos personales, describen una experiencia irrepetible.

No faltan por tanto en su vocabulario las palabras «paraíso», «deslumbramiento» o «felicidad» para explicar el verdadero significado de un viaje a la Eivissa de los años treinta, palabras que hemos encontrado también en intelectuales como Walter Benjamin o Albert Camus, en fotógrafos como Gisèle Freund o Florence Henri, en pintores como Esteban Vicente o Soledad Martínez, en arquitectos como Josep Lluís Sert o Germán Rodríguez Arias, en poetas como Jacques Prevert o Rafael Alberti...

Pero también en el dorso escrito de las viejas postales enviadas por decenas de turistas anónimos. Confirmar que entre 1930 y 1936 la isla representó para quienes la visitaron un lugar inolvidable no es una tarea demasiado difícil, pues ellos mismos se ocuparon de divulgarlo a los cuatro vientos. Todos ellos, además, con su presencia y sus testimonios, no sólo pusieron a la isla en el mundo, sino que la convirtieron en una especie de leyenda deseable, en un mito contemporáneo.

Irene Polo era también una veinteañera cuando visitó la isla por primera vez, seguramente animada por lo que le había contado su buen amigo –y vecino de escalera– Miquel Villà, que desde 1931 venía pintando con entusiasmo los paisajes ibicencos. Sin embargo, no escribirá sus primeros textos sobre la isla hasta la primavera de 1935, cuando había cumplido los 25 años y trabajaba para el diario L'Instant, en cuya primera página publicará, entre mayo y julio, su deliciosa serie de seis artículos titulada 'Postals d'Eivissa', y que desde hace unos años podemos leer con inmenso placer en el libro recopilatorio 'La fascinació del periodisme' (Quaderns Crema, Barcelona, 2003).

A decir verdad, Irene Polo estaba llamada a visitar nuestra isla por varias razones, pero sobre todo se diría que por su misma manera de ser, independiente y moderna, que la vinculaba estrechamente a muchas otras mujeres que viajaron solas a Eivissa en aquel mismo periodo, y sobre las que ya hemos hablado, aquí y en otras publicaciones, ampliamente.

Los gustos de Irene Polo la definen como una mujer culta, aunque autodidacta, con fuerte personalidad, sensible a la naturaleza –practicaba el nudismo–, aficionada a las novedades técnicas de todo tipo –era asidua de la escuela de aviación, donde aprendió a volar–, seguidora de la moda de París –en su mismo peinado y también en el uso de pantalones–, y defensora de la libertad sexual –ella misma no ocultaba su lesbianismo–. Ahora bien, puestos los pies en la isla, lo que conmueve y seduce también a la modernísima joven es precisamente el conjunto de cosas antiguas que contempla: las costumbres y los vestidos de los payeses, su arquitectura, su vida cotidiana anclada en un pasado remoto... Es decir, lo mismo que sedujo al dadaísta Hausmann o al surrealista Alberti. Como si el contraste entre lo más moderno y lo más antiguo despertara en ellos sensaciones completamente nuevas y fascinantes.

Como periodista, sus inquietudes abarcan un amplio recorrido: desde temas sociales y obreros, hasta asuntos políticos o relacionados con la moda. Era incisiva, siempre desde posiciones de izquierda, y no eludió la polémica. Vivió con intensidad, y no sin dificultades, un periodo exaltado y complejo. Pero el sentido del humor parece haber sido también uno de sus rasgos más característicos.

«Postales» ibicencas

Este sentido del humor está muy presente en sus crónicas ibicencas, por lo que nos recuerdan principalmente a las que también envió desde Eivissa Santiago Rusiñol, aunque en 1912. No sabemos si la periodista llegó a leer los artículos del pintor, pero con seguridad podemos afirmar que le hubieran entusiasmado. La misma mezcla de fascinación y humorismo, de ternura y acidez, de actitud contemplativa y reflexión crítica para describir el mismo mundo: un mundo que no había cambiado, pero que acababa de descubrir una cosa nueva que iba a ser con el tiempo el factor determinante de todos los cambios: el turismo.

Las postales ibicencas de Irene Polo se abren, como no podía ser de otro modo –es una tradición entre los viajeros escritores–, con la llegada en barco a la isla, en un viaje que duraba, desde Barcelona, trece horas, costaba dieciséis duros y llegaba todo el mundo mareado. Ahora bien, una vez en el puerto, habiendo ya desembarcado, «os quedáis alelados. No sabes qué ha pasado: si es que estás deslumbrado por el sol sobre las casas blancas o es que estás aturdido por el silencio». Esto es sólo el principio de una experiencia que, como ella misma reconoce, es dificil de expresar. Porque en Eivissa «el mundo alcanza un punto tal de belleza que no se puede resistir».

Irene Polo residía en Sant Antoni durante sus estancias en la isla. Y los paisajes que describe, con exquisita sensibilidad poética, son siempre los de este pueblo que por entonces era el más visitado y, por tanto, el más turístico. Sus crónicas combinan el tono poético –deslumbrante la atmósfera que describe con la puesta del sol– y un tono, digamos, más periodístico. Es a través de esta segunda mirada como se aproxima al mundo de los extranjeros. Estos, escribe, «han descubierto Eivissa antes que nosotros y se instalan a toda velocidad». Y hoy podemos decir, además, que la periodista tenía también una gran visión de futuro: «pronto el paisaje quedará solo entre las villas, los palaces, las carreteras y los rótulos en inglés y alemán, cubierto, además, de literatura de prospecto de turismo».

Se da cuenta también que, entre los extranjeros, empiezan a destacar los judíos, que han empezado a abrir bares y comercios, pero también los nazis, «que, según se dice, tienen la misión de vigilarlos». Y hasta siente curiosidad por conocer a uno de ellos: «En Sant Antoni hay un caballero de nombre teutón, viajero inquieto y enigmático, propietario de una casa magnífica a la orilla del mar, que cuando llega a alguna reunión de alemanes, saluda con aquella mano muerta de Hitler». Constata, además, la presencia de algunas esvásticas pintadas con carbón en paredes de la ciudad.

Interesada por el aquel ambiente insular, turístico y político al mismo tiempo, Irene Polo apunta las transformaciones en el paisaje y en la sociedad. Es tradición también entre los viajeros que vuelven a Eivissa –en los años treinta, pero también en los cincuenta– observar y denunciar algunos de aquellos cambios que prometen convertir el «paraíso» en algo detestable. Así, en una de sus crónicas denuncia la nueva afición –tanto de los extranjeros como de los ibicencos– por el «cemento armado». En esta denuncia, Irene Polo está claramente influenciada por Germán Rodríguez Arias, con quien tiene también oportunidad de conversar en Sant Antoni durante el verano de 1935.

Su defensa de la arquitectura autóctona, así como su crítica al ya anticuado modern style, representado por «los contratistas de obras que vienen de América» y del que el recién inaugurado Grand Hotel (Hotel Montesol) era un ejemplo, se encuentran en perfecta consonancia con las tesis de los jóvenes arquitectos catalanes del GATCPAC y con las observaciones de Benjamin o de Hausmann.

Pero aquel de 1935 iba a ser el último de los viajes a Eivissa de Irene Polo. Sólo unos meses más tarde, desempeñando una vez más labores de periodista, tuvo la oportunidad de conocer y entrevistar en Barcelona a Margarita Xirgu, la gran actriz española del momento. Con ella se fue, deslumbrada y feliz, a Buenos Aires, como «asistente personal» y de la compañía, para sorpresa de propios y extraños, que desconocían su interés por el teatro. La periodista alegó, en una entrevista, como respuesta a su impulsiva huida, haber padecido «un amor ibicenco y desgraciado». Nada sabemos de este amor en la isla. Y muy poco de lo que sucedió después en Argentina.

Vino la guerra civil y no pudo regresar. No terminó bien tampoco su relación profesional y personal con Margarita Xirgu. Y el 3 de abril de 1942 decidió quitarse la vida, poco después de haber escrito una carta a su fiel amigo Miquel Villà en la que le confesaba su desánimo y su infelicidad. Tenía 32 años.