A pesar de lo que muchos puedan creer, la joyería típica ibicenca es resultado de la influencia de los diferentes movimientos socioculturales que han impregnado la vida de Ibiza, y los documentos que se han encontrado hasta la fecha no permiten certificar ningún tipo de «endemismo cultural» en este sentido, según explica la doctora en Geografía e Historia y Antropología María Lena Mateu Prats, que acaba de publicar el libro ´Gonelles y Joies en Ibiza y Formentera. Siglos XVII-XX (Aproximación a sus paralelismos en el Mediterráneo)´. Junto a ella, recorrer la sala, situada en la joyería Pomar de la Marina, en la que se expone la colección personal de joyas artesanalmente elaboradas por el fallecido Pepín Pomar, se convierte en un apasionante paseo por la historia en el que se desvelan a la vez numerosos símbolos –especialmente relacionados con la mujer–, caracteres y formas de vida de una sociedad sobre la que existe una visión a veces distorsionada.

Mucho antes de la llegada de la Ilustración, movimiento que predicaba el desarrollo del ser humano a través de la razón y el conocimiento, en Ibiza las supersticiones y las creencias estaban presentes. Tanto es así, que la emprendada de plata y coral –todavía no se hacía de oro– era un símbolo de magia y protección que las mujeres no llevaban con el fin de presumir. El hecho de que estuviese compuesta por coral refuerza las teorías sobre el simbolismo de protección, ya que además el coral posee propiedades curativas. Con la llegada de las corrientes de los valores de los ilustrados hubo una importante transformación en la joyería.

Lena Mateu explica que «se comenzaron a mirar con desprecio los objetos mágico-protectores, fuertemente vinculados al coral, entre otras materias». Fue así como las joyas se convirtieron en un elemento «eminentemente de ostentación». Aún así, algunas joyas de carácter religioso como el rosario no desaparecieron ni cambiaron su simbología. Mateu señala que en Ibiza «había gran devoción por el rosario, que se consideraba una manifestación pública de la piedad o el dolor por una muerte próxima». La autora explica en su última obra que precisamente eran las mujeres retiradas «de las vanidades mundanas», de cierta edad o viudas, las que lucían el rosario, un objeto que, teniendo un valor protector, pervivió tras la llegada de la Ilustración.

En este momento histórico, en el que se miraba con recelo la religión y todo aquello que no estuviese bajo el sustento de la racionalidad, los amuletos tampoco estaban bien vistos. Es el caso de la figa o higa, un colgante que tenía forma de puño cerrado con el pulgar sobresaliendo entre el índice y el medio: «Se utilizaba contra el mal de ojo pero también hay investigadores que afirman que tenía una connotación erótica, ya que por su forma penetrativa recuerda al acto sexual». La antropóloga cuenta que para defenderse del mal de ojo se realizaba a mano el símbolo de la higa o se alzaba el amuleto y se gritaba: «Figa li fa, figa li fa, figa li fa».

Erotismo y entrega de la mujer

En un contexto dominado plenamente por el sexo masculino, las joyas son un legado importante para determinar el nivel de integración de la mujer. El clauer, el rosario, los pendientes y los anillos otorgaban a la esposa ciertos caracteres e incluso un nivel social determinado. Con el clauer, la mujer pasaba a convertirse en la «perfecta casada», la responsable del hogar, en cuanto a lo doméstico.

Los pendientes son otro símbolo ya que al contrario de lo que se pueda pensar, no todas las mujeres los llevaban. Mateu cuenta que «las doncellas vírgenes y las mujeres de mala vida llevaban siempre el pelo suelto, por lo que ellas sí llevaban pendientes». Las mujeres de mayor nivel social y ya casadas normalmente portaban la toga como parte de su vestimenta, por lo que no podían lucir estas joyas. Las prostitutas también se vieron afectadas por estas normas oficiosas. Las cintas o cadenas de plata en las que se colgaba el clauer estuvieron prohibidas para las prostitutas porque se consideraban «precintos simbólicos de la virginidad, por lo que incluso estaba mal visto que llevasen cinturones». Estos precintos estaban en plena correspondencia con el escreix, es decir, el aumento de la dote en función de la condición de virgen de la mujer.

Los anillos también se acumulaban en los dedos de las mujeres, que podían llevar hasta un total de 24 al mismo tiempo. Era el marido, en este caso, quien a partir de la boda iba regalando anillos a su esposa y todo dependía de su capacidad económica. Mateu detalla las dos teorías que giran entorno a un anillo, llamado de borronat, con un corazón flaqueado por dos llaves: «¿Es la entrega simbólica de la llave que abre el corazón, con connotaciones o no eróticas, o de la llave de la nueva casa, como el antiguo clauer?».

Las mujeres estaban entregadas al campo, a las tendencias incluso de la moda, a las necesidades, al hogar, a sus maridos, a la familia, a las costumbres y a las tradiciones, a la historia y «a lo que es digno de ver en una mujer». Las joyas incluso llegaron al campo, con mayor o menor retraso, pero llegaron, asentándose en la historia y haciéndose un hueco para quedarse como testigos y piezas de museo, narradoras de la religiosidad, de la magia, de la razón y de la tradición.