Hola, me llamo Pilar, pero antes no. Enseguida os lo explico: en casa, todo el tema de las gestiones, le correspondían de largo a mi madre, pero resulta que acababa de dar a luz y supongo que, entre protestas, le tocó a mi padre acercarse al Registro Civil de Ibiza a ocuparse del asunto aquel de inscribir a esta morenaza recién nacida.

Volvió a casa con la documentación pertinente y todos los datos relativos al nacimiento correctos: nací en la Clínica Alcántara a las veintitrés horas y la comadrona fue Carmen López. Daba fe de todo ello él, como mi padre, casado cristianamente con mi madre en la iglesia de Santa Eulalia. Solo había un mínimo detalle no planificado: el nombre del inscrito no era exactamente Pilar, sino 'María del Pilar'.

Nada exclusivo mío, ya lo sabéis, sino de la costumbre de la época de evangelizar hasta en los carnés de identidad: María de las Nieves, María de las Angustias y José-cualquier-cosa en el caso de los hombres.

Pero resulta que, con los años, me tomé la paciencia y el tiempo (porque hacen falta ambas cosas) para cambiarme el nombre. Antes de las muchas burocracias, hay que tener motivos legales. Cambio de sexo, por ejemplo (que no era mi caso, que con el sexo estaba más que conforme), traducción de un nombre extranjero o adaptación gráfica o fonética a cualesquiera de las lenguas vernáculas españolas y, por último, al que me agarré cual clavo ardiendo: uso habitual.

Así, hay que hacerse con una certificación literal de la inscripción del nacimiento, una partida de bautismo, el mayor número de pruebas documentales de que se te conoce por el nombre que quieres y redactar una solicitud dirigida al ministro de Justicia y/o al director general de Registros Civiles y del Notariado. Además de muchas visitas para solicitar y recoger y entregar cada uno de estos documentos, hay llevar testigos que corroboren que todo lo dicho y presentado es cierto y ya, cruzar los dedos para que se apruebe.

¿Por qué un ser humano en su sano juicio se toma tantas molestias por un nombre, a fin de cuentas, no denigrante, ni siquiera feo? Además de aquel motivo legal, tenía otros de distinta índole y, para mí, de mucho más peso. En primer lugar, soy una persona práctica, caramba (y algo despistada) y me parecía un disparate haber logrado una cita en un especialista para dentro de seis meses y después de una hora en la sala de espera, que apareciera una enfermera en busca del siguiente paciente y empezara a gritar: «María, María» y nada. Que yo no levantara la vista de mi National Geographic (o mi Diez Minutos). No me daba por aludida. Y perdía la vez?

Después, cuando empecé a viajar y además lejos, los problemas se multiplicaban cada vez que me encontraba con una compañía aérea que indicaba en la compra del billete: «Escriba su nombre tal cual aparece en el pasaporte», pero luego te dejaban un límite de 12 letras. Los gringos, que lo tienen todo preparado para los John Smith y los Felipe Juan Froilán de Todos los Santos nos sentimos muy agraviados. Bueno, quizá con este ejemplo me he excedido, pero en mi caso me quedaba con un «María del P.» y los policías de la aduana no sabían cómo pronunciarlo cuando querían cachearme. O 'María' como nombre y 'Pilar' como apellido, que yo avisaba a mis hijos que un día de estos, me iba a Hawái y no me dejaban volver y me veía obligada a abandonarles, para siempre y quedarme a vivir bajo una palmera.

Pero, sobre todo, sobre todo? lo hice por mi padre.

Mi padre era un hombre parco en palabras. Me basta leer en esa certificación literal de mi partida de nacimiento, en el apartado donde le preguntan nuestra dirección, para comprobarlo. Como nuestro domicilio aparece «San Antonio, Barrio Can (ay) digo Obrador» ¡Literalmente! Porque él sabía el nombre que habían decidido ponerme, pero esa otra pregunta? no se la traía preparada.

Y sé que era también dócil en asuntos legales y seguro que no hubiera discutido jamás una instrucción de funcionario alguno, que para algo eran los que sabían. Porque, aunque yo no estuviera allí, tengo claro que fue decisión de cualquier otro y no suya, añadir un 'María del', como si 'Pilar', en honor a que la Virgen María se apareciera al apóstol Santiago a orillas del Ebro, sobre un pilar, no fuera ya lo suficientemente mariano.

Aquella mañana en el Registro de Ibiza, el bueno de mi padre, iba con la única voluntad de llamarme Pilar, porque era el nombre de su madre y ahora, tanto después, cuando él ya estaba muriendo, pensé que igual ¿por qué no? Estaba bien arremangarme y terminar lo que él había empezado. O lo que es lo mismo: ir a ponerme el nombre de mi abuela, en el nombre de mi padre.