Estoy hasta la mismísima coronilla de oír sandeces sobre el «daño al turismo» que supuestamente provocan quienes luchan por frenar el descontrol y poner límites a la saturación que padece esta frágil tierra. De que se estigmatice y tilde de «radicales» a los que critican el nefasto desarrollismo de cemento, megacarreteras y masas que aniquila los atractivos singulares de Eivissa e hipoteca su futuro. De que se agite el falso espantajo de la mala prensa para desacreditar las movilizaciones en defensa de la sostenibilidad cuando la imagen internacional verdaderamente infame es la del «esto es Ibiza» y «aquí todo vale», abonada por décadas de impunidad y de servilismo político. El viernes estaba trabajando y no fui a la concentración, pero a mí sí pueden tildarme de 'turismófoba' y otras fantasías. Háganlo porque no le voy a bailar el agua al turista de borrachera que vocifera y se me mea en el portal, ni tampoco al que alquila alojamiento por Airbnb jodiéndonos a los vecinos. Él también es responsable, como lo somos todos cuando viajamos de nuestras decisiones. O porque me gustaría dejar tiritando de la multa a los que fondean sobre posidonia. Y arramblar con las fiestas en el parque de la vergüenza institucional de ses Salines, tomado por miles de coches cada verano. Un entorno único que algunos «explotan» como si fuera de usar y tirar. Pero, sobre todo, llámenme 'turismófoba' porque me duelen las excavadoras en el bosque, las grúas en la costa y tantos hermosos paisajes que robamos al mañana. Ningún dinero podrá devolver esa belleza perdida.