Con este artículo de hoy se cumplen doscientas columnas de opinión en Diario de Ibiza, doscientos martes tratando de encontrar sentido a la deriva social que ha tomado esta frágil isla, en la que tenemos hundidas nuestras raíces y amamos casi tanto como a nuestros hijos. Cuatro años que representan un punto de inflexión que se ha llevado por delante un cúmulo de equilibrios que antes se mantenían estables.

Cuando este sábado contemplé en estas páginas la foto de ese burro nervioso, perdido y expuesto a los coches en mitad de una rotonda de Vila, pensé que el pobre animal representaba la perfecta metáfora de Ibiza: un animal surgido del pasado que no sabe a dónde va, acechado en todas direcciones por un montón de peligros, frente a la indiferencia de los transeúntes, incapaces de retirarlo a un campo seguro donde pastar sin sobresaltos.

En estos cuatro años, Ibiza se ha hundido aún más en el pozo de las contradicciones. Hemos pasado de ser uno de los lugares con mejor calidad de vida de Europa a derivar a un territorio donde las diferencias sociales se acrecientan hasta unos extremos inverosímiles hace un lustro. Los inquietantes síntomas que atisbábamos se han consolidado y ahora miramos al futuro desde un mar de dudas.

A cualquier residente que antaño se le preguntara cuál era la magia de vivir en Ibiza pondría esta clase de ejemplos: una costa maravillosa, llena de calas de aguas cristalinas; un campo fértil y apacible, donde vivir sin sobresaltos; unos montes repletos de pinos, que cubren la isla con un manto de verdor, y una insólita mezcla de gente, donde hijos de payeses, trabajadores y hippys conviven con turistas, millonarios y gente de todas partes sin que a nadie le importe la cuenta bancaria del que tiene delante.

También aludiría a la economía redistribuida de la isla, con la inmensa mayoría de negocios en manos de gente local o familias venidas de fuera. Negocios por los que luchan a destajo, pero que les proporcionan un buen nivel de rentas y mantienen la idiosincrasia de la isla, el carácter que la hace única. Y, cómo no, también la fiesta, original y espectacular, pero circunscrita a enclaves concretos para disfrutarla o ignorarla según se quiera. La magia, en resumen, era la autenticidad, la calidad de vida y la convivencia de los distintos modelos.

¿Hoy, transcurridos estos años, qué queda de todo esto? La respuesta es que aún mucho, pero también que se ha retrocedido en exceso y que se han agravado los desequilibrios de manera fulminante. La deriva es, como mínimo, inquietante.

Nuestras playas han empeorado de forma drástica. Cada vez son más las que en julio y agosto parecen cenagales y su horizonte aparece sembrado de yates que arrasan la posidonia. La fiesta se ha adueñado de muchas, con ruidosos beach clubs, party boats y cotos privados para millonarios. Lo mismo ocurre en el campo, al que también se extiende como un cáncer una industria de la noche insaciable, que ya no disimula su falta de escrúpulos y transforma chalets de alquiler en discotecas que amargan la vida a los vecinos.

Pese a que parécia imposible, seguimos viendo muchos fragmentos de costa semivirgen sembrados de grúas -como Platges de Comte o Portinatx- y los chalets de lujo proliferan como setas, tras el desembarco de corporaciones internacionales dedicadas a la especulación inmobiliaria, atraídas por el segmento del lujo. En paralelo, los trabajadores no encuentran vivienda, los pequeños empresarios venden sus negocios atraídos por las ofertas de las multinacionales y el carácter de Ibiza desaparece por el sumidero de la codicia. Y debemos dar gracias a todos esos restaurantes, hoteles familiares, tiendas, etcétera, que aún no han sucumbido a la tentación.

Decir que Ibiza está ante un precipicio, cuando somos la primera región española que se acerca al pleno empleo y cuya economía crece al 4%, parece un disparate. Pero la realidad es que, como mínimo, nos encontramos en una ladera y hemos empezado a rodar cuesta abajo. Tal vez no desde el punto de vista económico aún, pero si en cuanto a cultura, bienestar general y forma de vida.

Desde la política y distintos colectivos se trazan medidas correctoras y se hacen innumerables esfuerzos para moderar el caos en la convivencia, mantener la cultura y frenar el drama de la vivienda. Sin embargo, el poderoso tsunami de la especulación y la anarquía de la oferta y la demanda parecen imparables. A este ritmo, ¿qué quedará de la isla de hoy dentro de otros cuatro años? Solo nos queda seguir luchando y tener fe en ese dicho de que Ibiza siempre sale a flote. Ojalá sea cierto y el coste resulte asumible. De lo contrario, seremos tan pobres que solo tendremos dinero.