La decisión de un juzgado de Palma de ratificar la multa de 10.000 euros impuesta por la Ayuntamiento de Sant Josep al beach club de Cala Molí por organizar un fiestón escandaloso tiene dos posibles lecturas. La primera, congratularnos por el hecho de que el Consistorio actúe de vez en cuando frente a los clamorosos abusos e ilegalidades que se cometen en distintas playas del municipio. La segunda, iniciar una reflexión sobre las míseras cuantías que implican estas sanciones y preguntarnos por qué las administraciones pitiusas optan, de forma sistemática, por la cifra más baja que les permite la horquilla legal.

Conviene matizar que esta sentencia se corresponde con una infracción cometida el 22 de julio de 2016. Hablamos de un año antes de que la empresaria Cathy Ghetta tomara las riendas de este mismo establecimiento y llevara el estruendo a unas cotas antes nunca vistas en esta rocosa y antaño apacible calita de la costa de poniente. Unas fiestas, no obstante, que aunque resulten insólitas en Cala Molí constituyen un calco de las que se producen a diario en otros rincones del litoral, sin que nadie haya logrado ponerles freno en muchos años.

Aquel verano de 2016, el Ayuntamiento le impuso a este beach club, entonces llamado It, dos multas por incumplimiento de la normativa de actividades. En él se celebraron sendas fiestas más propias de una discoteca o un café-concierto, pese a que el establecimiento solo disponía de licencia de restaurante. La primera fue el 18 de junio y la segunda, el citado 22 de julio. El Ayuntamiento, en ambos casos, aplicó una multa de 10.000 euros, el mínimo para las faltas muy graves, frente a un máximo que habría podido ascender hasta 100.000.

Que la primera sanción fuera la mínima puede hasta resultar comprensible. Que la segunda, sin embargo, se quedara en el mismo techo, en lugar de castigar la reiteración aplicando una cifra mucho más elevada, resulta preocupante.

No se trata de una forma de actuar exclusiva de este Consistorio. Los otros ayuntamientos insulares con la misma problemática se desenvuelven de manera similar. Poquísimas sanciones y casi siempre por la cantidad más pequeña; la que escuece menos. Al final, estos establecimientos, que han transformado sin contemplaciones chiringuitos de playa en salas de fiestas puras y duras, donde reina el desorden, se consumen drogas a mansalva y se anula por completo la atmósfera de playa, no pueden más que considerar una broma las escasas multas que les llegan. No representan ni su presupuesto para servilletas.

Tras estos dos precedentes, el beach club de Cala Molí cambió de propietarios y desde su reinauguración como Club Bagatelle, el 30 de junio, los bañistas soportaron continuos subidones de música, en pleno día, incluso cuando apenas había clientes en el establecimiento. La orilla, por el contrario, registraba la ocupación de siempre, con las familias habituales y sus hijos. Muchas de ellas son residentes en las urbanizaciones cercanas y se han encontrado con que se les echaba de esta playa antaño tranquila, a base de decibelios.

Pese a las reiteradas denuncias en redes sociales, las concentraciones de colectivos ciudadanos y las llamadas a la Policía Local, el Consistorio, al menos que haya trascendido, únicamente abrió un expediente al establecimiento, con una propuesta de sanción de 12.000 euros por tener la música a un excesivo volumen, tal y como demostró una sonometría realizada el 14 de julio, coincidiendo con la celebración del Día Nacional de Francia.

Las denuncias del verano anterior, por el contrario, no requirieron de sonometrías, al no disponer el antiguo beach club de licencia para actividades musicales. Sin embargo, según se deduce de los distintos matices aportados por estos expedientes, al nuevo alguien sí se las autorizó. ¿En base a qué criterios se otorgan estas autorizaciones? ¿Por qué si a Bagatelle se le abrió un expediente por ruidos no se hizo lo propio con otros muchos locales que actúan de la misma manera y a diario? ¿Por qué para realizar una sonometría tiene que haber un vecino que denuncie desde su casa y no puede exigirlo un simple bañista que quiere disfrutar del mar sin que le amarguen la tarde? ¿Tiene menos derecho?

Las autoridades ibicencas arrastran un importante déficit en esta cuestión: no se toman suficientemente en serio el malestar que generan estos negocios, permiten actividades musicales en las playas sin ton ni son y, sobre todo, las pocas sanciones que interponen ascienden a la menor cuantía que permite la normativa. Es tiempo de cambiar radicalmente de política y que desde la ciudadanía aún se exija con mayor contundencia.