El uso de la lengua como arma política arrojadiza es recurrente: cada cierto tiempo, arrecia una polémica que encona las posiciones de los partidos en torno al catalán, y a su imposición o no en ciertos ámbitos de la Administración. El conflicto surgido por el decreto del catalán que impulsa el Govern balear ha destapado de nuevo la caja de Pandora. La torpeza ha marcado la gestión del Govern, pues ha tenido que rectificar el borrador del decreto, después de incendiar la sanidad con una propuesta que suscitó el rechazo hasta de médicos catalanoparlantes y con sintonía política con el actual equipo, como el exgerente del Área de Salud de las Pitiüses Josep Balanzat. La sanidad es muy sensible, y si en circunstancias normales es muy difícil cubrir plazas de médicos en las islas, la exigencia de un nivel B2 de catalán las incrementa notablemente. Habría sido más inteligente buscar un consenso inicial con los profesionales en lugar de tener que dar marcha atrás después de ponerse en contra a los trabajadores sanitarios y a parte de la población; el Govern se podría haber ahorrado el conflicto en la sanidad. Pero en el juego de equilibrios políticos, Més impuso sus exigencias, que después el PSOE tuvo que corregir y descafeinar. En suma, que para este viaje no hacían falta alforjas.

Las elecciones de 2019 se acercan y los partidos empiezan a tomar posiciones. En este escenario casi preelectoral, la rectificación del Govern no ha servido para convencer a los médicos ni al PP: finalmente, ha reducido los niveles acreditados del conocimiento del catalán que va a exigir al personal sanitario (el B1 en vez del B2 para médicos y trabajadores de enfermería), y cualquiera podrá presentarse a las oposiciones sin necesidad de tener el título, aunque el personal tendrá un plazo de dos años para obtenerlo. De lo contrario, no podrán participar en procesos de movilidad interna ni acceder a la carrera profesional, que recompensa con un complemento el esfuerzo por formarse de los trabajadores. Una rebaja incuestionable en las exigencias que las convierte en asumibles para profesionales procedentes de otras comunidades. Así las cosas, el problema de la falta de vivienda, y sus altísimos precios en las islas, son en realidad el principal elemento disuasorio para que vengan especialistas de la Península, más que la obligatoriedad de tener que conseguir el título del B1 en catalán en dos años.

Los sindicatos CCOO, UGT, Satse y SAE han apoyado el nuevo decreto, pero el Sindicato Médico de Balears y el CSI-CSIF siguen en contra de que el catalán se considere un requisito en lugar de un mérito, y el jueves celebraron concentraciones en los centros sanitarios pitiusos. Un centenar de personas se manifestaron a las puertas del Hospital Can Misses y una veintena en Formentera. El PP atiza el fuego y anuncia que, si gobierna, suprimirá el decreto. Una vez más, la falta de acuerdo entre los principales partidos convierte la política en un juego de vaivenes: unos deshacen lo que han hecho los anteriores y así sucesivamente.

Al margen de la guerra partidista, la reclamación de los médicos y el CSIF de que el catalán sea un mérito en la sanidad pública balear tampoco sería una mala solución, en el caso de que el conflicto se agrave y no se pueda reconducir. Un escenario difícil de imaginar, porque pondría a prueba el pacto de gobierno entre el PSOE y Més. Y dar marcha atrás por segunda vez podría ser mal recibido por parte de los propios militantes y representaría un serio coste en imagen para el Govern.

La lengua es un elemento fundamental de la identidad de una persona y de una comunidad y, por tanto, está fuera de cuestión la necesidad de protegerla y promover su uso normalizado en la sociedad, especialmente en el ámbito de la función pública. En Balears, fue posible el consenso en torno a la Ley de Normalización Lingüística de 1986, aprobada durante el gobierno de Gabriel Cañellas (PP), y con Jaume Matas, del mismo partido, se aprobó el decreto de mínimos que obliga a los centros a impartir al menos el 50% de la enseñanza en catalán. José Ramón Bauza, también del PP, dinamitó ese consenso en torno a la lengua y convirtió los centros escolares en campos de batalla, lo que al final le costó no solo el Govern, sino su propio cargo en el partido.

Introducir el uso normalizado del catalán en la sanidad no es más que cumplir la ley, tal y como se ha aplicado en otros ámbitos de la Administración. Hay que precisar que el personal sanitario no estará obligado a hablar en catalán, pero sí se le pide que lo entienda, como es lógico en una Comunidad donde los ciudadanos tienen derecho a expresarse y a ser atendidos en cualquiera de sus dos lenguas oficiales.

Ahora, el PP está echando de nuevo gasolina al fuego, para no dejar sólo en manos de Ciudadanos un asunto que le da muchos réditos electorales y por una estrategia nacional para hacer frente al nacionalismo catalán, que está poniendo en cuestión incluso el modelo educativo de Cataluña, basado en la normalización lingüística. El conseller balear de Educación, Martí March, ha advertido esta semana durante una visita a Ibiza del peligro de usar la lengua como motivo de confrontación, especialmente en la enseñanza: «No se puede usar vilmente la lengua como instrumento de politización. En el tema de la lengua hay que ser sensible, no visceral».

La sensatez y la sensibilidad son precisamente lo que falta cuando se convierte a la lengua en un arma política para ganar votos. Lamentablemente.