El pensador francés Raymond Aron explica en 'Democracia y totalitarismo' (Ed. Página Indómita) el dilema que se plantea entre el modelo liberal-parlamentario y la tentación de la «democracia tiránica». La adjetivación ya nos indica que nos enfrentamos a concepciones opuestas, aunque ambas aspiren a denominarse democracias. «Los regímenes constitucional-pluralistas -observa Aron- no pueden dejar de decepcionar, porque son prosaicos y porque sus virtudes supremas son negativas. Son prosaicos debido a que, por definición, no ocultan las imperfecciones de la naturaleza humana y aceptan que el poder surja de la competencia entre los grupos y las ideas; se esfuerzan en limitar la autoridad, convencidos de que los hombres abusan del poder cuando lo ejercen». Por supuesto, la democracia liberal resulta problemática y contradictoria al tener que lidiar con la tensión entre los intereses particulares y los colectivos. Ambos legítimos, sin duda, pero no compatibles en su totalidad. Un ejemplo claro sería el caso del arrendamiento turístico, en el cual se enfrentan, por un lado, el legítimo derecho del propietario a alquilar su casa y, por otro, el respeto al buen funcionamiento del mercado de la vivienda en su conjunto. No hay respuestas unívocas ni del todo satisfactorias para este tipo de problemas, sino sólo soluciones parciales que mitigan las consecuencias extremas de cualquier monopolio. Lo propio, por tanto, de los regímenes constitucional-pluralistas consistiría en una imperfección sujeta continuamente a su mejora, a través de la prueba y el error. Lo propio de la democracia tiránica sería, por el contrario, su creencia en la perfección; una fe, digamos, de marcados tintes populistas que se define por la retórica maniquea. Un ejemplo actual de las pretensiones tiránicas de una democracia lo podríamos encontrar en el modelo plebiscitario, donde una exigua mayoría se declara con derecho a romper instituciones, leyes y afectos compartidos. Piensen en las consecuencias del referéndum británico y de qué modo altera el brexit una relación trabada con Europa de cerca de medio siglo. Como es lógico, Aron defiende la superioridad de la democracia liberal. No sólo es más inclusiva, sino que su prudente manejo del equilibrio de poderes la protege del absolutismo. Pero eso no implica que ignore sus problemas. El principal -lo conocemos de cerca en España- es la corrupción. «Los regímenes constitucional-pluralistas -escribe el pensador francés- pueden corromperse tanto por exceso de oligarquía como por exceso de demagogia. En el primer caso, se corrompen porque una minoría manipula las instituciones y les impide realizar su idea, la del gobierno de los ciudadanos. El segundo tipo de corrupción aparece, por el contrario, cuando la oligarquía está, por así decirlo, demasiado difuminada, cuando los diferentes grupos llegan hasta el final en sus reivindicaciones y no queda autoridad capaz de salvaguardar el interés general».

Y añade: «Existen regímenes constitucional-pluralistas que están corrompidos porque todavía no han echado raíces profundas en una sociedad, y otros que lo están a causa del paso del tiempo, del desgaste o la costumbre, y que ya no funcionan». Entre el todavía no y el ya no, se sitúa la crisis de representatividad de la democracia española. Podemos referirnos al papel de la oligarquía que, de un modo instintivo, tiende a reproducirse cerca del poder, ya sea de forma parasitaria -las empresas dependientes de los boletines oficiales, por ejemplo- o directamente a través de los partidos.

Y podemos hablar también del exceso demagógico que se ha instaurado en nuestro país desde el estallido de la crisis en 2008 y que indica un cierto déficit de cultura democrática. Ambas circunstancias -el papel de la oligarquía, el exceso de la demagogia- nos alertan de la necesidad de llevar a cabo reformas que refuercen las instituciones, oxigenen los partidos políticos, liberen a la Administración del corsé extractivo de determinadas empresas y eleven el tono del debate público. Pero, en realidad, lo que las palabras de Aron nos recuerdan es que ninguna democracia es sólida por sí misma, sino que precisa de un trabajo cotidiano, anclado en el respeto a las leyes, a las instituciones y al consenso; un esfuerzo continuo de contención y de ejemplaridad públicas que constituye sencillamente la costumbre democrática.