A menudo, el arte de la política, más allá de saber gestionar y solucionar problemas, radica en la capacidad de engatusar al votante y multiplicar la cotización de sus iniciativas. Los buenos políticos son capaces de coger una actuación nimia y envolverla con un lazo dorado y brillante de estadísticas, buenas intenciones y titulares grandilocuentes. Los mejores siempre van dos pasos delante y practican este juego con moderación y equilibrio, para que el imprevisible bumerán de la realidad no enfatice sus contradicciones. Se trata de hinchar el globo lo justo para quede vistoso, pero sin arriesgar a que te estalle en la cara.

Periodistas y políticos, en este sentido, son polos opuestos; como el negativo y el positivo de una misma radiografía. Si la misión de los políticos es trasladar a los votantes su versión interesada de la realidad, la de los periodistas consiste en desenmascararla sin perder de vista la objetividad. El teatrillo entero de la actualidad se reduce a este tira y afloja y, como ocurre en todos los oficios, en uno y otro bando hay mejores y peores.

Esta reflexión viene al caso porque en Ibiza, de vez en cuando, se convocan ruedas de prensa donde los políticos venden hazañas dignas de la batalla de las Termópilas, cuando la realidad más bien las sitúa al nivel de Mr. Bean. El último ejemplo aconteció la semana pasada en Sant Josep, mientras la concejala de Gobernación hacía balance de las sanciones impuestas por el consistorio en materia de ruidos, horarios de cierre y otras materias turísticas, en el transcurso de la pasada temporada.

A priori, las cifras ofrecidas resultaban impactantes: 281.000 euros en sanciones, a través de 75 expedientes resueltos, y por primera vez se aplicaron medidas cautelares en 43 establecimientos. Si de algo se vienen quejando los vecinos de Sant Josep es de los ruidos de discotecas, bares, beach clubs y casas particulares reconvertidas en salas de fiestas. En este contexto, las cifras ofrecidas por el Ayuntamiento podían provocar el espejismo de una campaña intensa contra los infractores, que cristalizó en el cierre cautelar de varias docenas de negocios en plena temporada, que es cuando más duele.

El periodista de turno, en este caso Joan Lluís Ferrer, comenzó a arañar la superficie y acabó horadando un tremendo socavón en la credibilidad de la concejala. De esas 43 medidas cautelares aprobadas, 18 fueron canceladas porque finalmente se comprobó que las actividades sancionadas eran legales. ¿Cómo es posible que el Ayuntamiento no realizara estas comprobaciones antes de iniciar un procedimiento de suspensión cautelar? Y sobre todo: ¿por qué se añadieron esos 18 casos al balance presentado si no se tradujeron en nada?

Resulta tan censurable como que la práctica totalidad de estos expedientes, según acabó reconociendo la propia concejala, afectan realmente a negocios que nada tienen que ver con la industria del ocio, sino que se enmarcan en otros sectores. Además, casi nunca afectan a locales enteros, sino a porciones de terrazas, actividades puntuales, etcétera. Abreviando; esos 43 casos quedaron reducidos a tres locales de Platja d'en Bossa, que encima se clausuraron el último día de la temporada. Cuánta contundencia y severidad?

De paso, también nos acabamos enterando de que muchos de los 75 expedientes que han derivado en sanciones no tienen nada que ver con el sector turístico, y que los cientos de llamadas realizadas por los vecinos para protestar por juergas interminables en casas particulares solo han culminado con una multa a una vivienda, por un importe que la concejala dijo haber olvidado? Para rematar la faena, también se reveló que en mitad de este descontrol acústico, la policía local efectuó únicamente 17 sonometrías en toda la temporada, que, ante el malestar general, son las que deberían producirse en una sola semana.

Lo más incomprensible, sin embargo, es que cuando se interpeló a la concejala por la identidad de los establecimientos sancionados, se negó en redondo a facilitarla. ¿Por qué en otros municipios sabemos el nombre de los locales incumplidores? ¿Los vecinos que se quejan por un establecimiento determinado no tienen derecho a saber que sus denuncias no caen en saco roto? ¿Por qué se exime a estos locales de una publicidad negativa que equilibraría mínimamente la balanza frente al malestar que generan? ¿Bajo qué argumento se niega a los periodistas la posibilidad de recopilar los antecedentes por incumplimiento de estos negocios? Cabe esperar un mínimo de coherencia y trasparencia.