Si no fuera porque despegan y aterrizan aviones, el aeropuerto de Ibiza parecería cualquier cosa antes que un aeropuerto. Los residentes en las Pitiusas estamos tan acostumbrados a verlo así de desnaturalizado que ya nada nos asombra, pero tiene que resultar extremadamente chocante para quienes llegan por primera vez a la isla.

El pasajero, en cuanto desciende y sale del avión, vislumbra los estanques de ses Salines y aspira el aroma salado de la brisa. Sin embargo, basta con acceder al interior de la terminal para que esta sensación de proximidad con la naturaleza se disipe al instante. La sala de recogida de equipajes bate, sin género de dudas, el récord mundial de concentración publicitaria por metro cuadrado en infraestructuras de transportes y el viajero, ahora sí, se da por fin de bruces con lo que verdaderamente prima en esta isla: la fiesta.

Las discotecas de la isla se disputan cada palmo y las marquesinas, especialmente instaladas para estos menesteres junto a las cintas transportadoras, no dan abasto ante tal demanda. La dirección del aeropuerto, que exprime la ubre hasta su última gota, lo soluciona autorizando la instalación de gigantescos vinilos y soportes por todas partes: suelo, techo, paredes, columnas... Conforman un gigantesco collage sobresaturado que, exagerando un poco, invita a salir corriendo antes de que el cuerpo comience a hiperventilar por el agobio visual.

Las autoridades turísticas, imagino, tratan de contrarrestar este protagonismo absoluto de la juerga con un modesto surtido de carteles con imágenes de naturaleza y patrimonio. La realidad es que pasan completamente desapercibidos ante el impresionante despliegue propagandístico de las salas de fiestas y algunas marcas vinculadas al ocio. A lo largo de mi vida he pisado un buen número de aeropuertos y nunca, ni por asomo, he contemplado una mercantilización publicitaria tan inverosímil y estrambótica como la del aeropuerto de Ibiza estas últimas temporadas.

Cuando el recién llegado por fin sale al área no acotada de la terminal, le recibe un enjambre de taxistas pirata que ofrecen sus servicios. Si es un turista viajado, la escena le recordará a lo que ocurre en los países bananeros. Tras los transportistas ilegales aparecen las azafatas de discotecas y beach club que, en determinadas ocasiones, hasta disponen de un stand en el propio vestíbulo, desde el que proyectan vídeos y reparten flyers. El colmo de este insólito aprovechamiento del espacio aeroportuario aguarda en el exterior, junto a un paso de cebra, en forma de cafetería en mitad de la calzada de acceso a la terminal. Indescriptible. Si se aprovechara este espacio para otro carril probablemente los atascos provocados por la gente que sube y baja de los coches serían menos insufribles.

Llegado el día de coger el avión de regreso, el espectáculo continúa. Primero la maratón de catenarias que, para alcanzar el control de acceso al área de embarque, obliga a sortear en zigzag un recorrido mucho más largo que el que se padece en otros aeropuertos de nuestro país, incluidos los de mayor tráfico y dimensiones. Colas interminables de pasajeros que contrastan con controles cerrados por falta de personal, que agilizarían notablemente el engorroso trámite.

Ya en el interior, entre dos puertas de embarque, lo más insólito del catálogo: una discoteca. ¿Habrá otro aeropuerto en el mundo con sala de fiestas? Lo dudo; tal vez en Las Vegas. En España, desde luego, no existe. Y como colofón, la suciedad. Tenemos un aeropuerto mucho peor mantenido que la media porque la contrata de turno no destina suficiente personal de limpieza. Recordemos los vergonzantes episodios de principios de temporada, cuando el edificio se convirtió en basurero por una huelga donde los trabajadores se limitaban a pedir que se les abonaran los sueldos atrasados.

Si Ibiza tuviera un aeropuerto deficitario y ruinoso, tal vez podrían justificarse tales deficiencias, este mercantilismo exacerbado o las desmesuradas tarifas de parking -entre las más altas de España y sin ofertas para estancias de varios días-. Pero la realidad es que nuestro aeropuerto es uno de los más rentables del país, con un crecimiento estratosférico -33% más de pasajeros en cuatro años- y que, por el contrario, experimenta una caída libre en cuanto a personal -se ha reducido un 15% en el mismo periodo de tiempo-.

Que determinadas empresas privadas expriman la isla con semejante frenesí nos disgusta, pero no nos queda otra que asumirlo. Que lo haga una empresa de capital público, cuando en otros aeropuertos con similares índices de actividad mantienen unas pautas mucho más moderadas, constituye una vergüenza.