Soy una punky del idioma. Hablo catalán. Voy provocando. Cualquier día me cruzan la lengua. O me escupen. Porque claro, lo mío es muy fuerte: voy lanzando cócteles lingüístimolotov cargados de pronoms febles y acentos al revés. Digo bon dia y ya estoy ahí, con una media sonrisa de colmillo afilado y la mirada aviesa esperando la hostia, el típico «háblame en cristiano». Es verdad, me lo voy buscando. Qué le voy a hacer, me gusta el riesgo, el peligro, las emociones fuertes. Y nada supera la adrenalina que me corre por el paladar cuando entro en una cafetería a las diez de la mañana y pido un cafè amb llet. Ahí, pidiendo guerra. Somos cuatro gatos. La resistencia. Pero molestamos... ¡Lo que molestamos! No tenemos vergüenza. Mira que ir por la vida tratando de relacionarnos en la lengua de nuestros tataratataratatara (y un tatara tras otro hasta ocho siglos atrás) abuelos... Los días que de verdad quiero jugarme la vida, que me apalicen verbalmente, afirmo, despacito, pronunciando bien cada sílaba: « Parl ca-ta-là». Y entonces sí, se me echan todos encima. Anticatalanistas, ibicencos de siete generaciones que reniegan de su lengua, gente que sabe de historia todo lo que leyeron de niños en las tapas de los yogures, los que lamentan la pérdida del guaraní pero cavan la tumba del catalán... Soy una punky. Me gustan las ces trencades.