El pasado viernes fuimos a pasear por el puerto de Ibiza. Ese día había ball pagès en es Martell, así que decidimos pararnos a mirar. Mientras esperábamos a que llegara sa Colla de Vila nos sentamos en un banco, desde el cual pudimos observar a unos «individuos» que hacían todo lo posible para llamar la atención desde su yate. Cuando el grupo folclórico se disponía a empezar, los personajes del yate pusieron su música tan fuerte que apenas se podían escuchar las flaütes y las castanyoles del grupo. Ante la estupefacción de los allí presentes, una mujer rompió a gritar «fora». A partir de ese momento los gritos y silbidos estaban servidos. Por suerte, entre peinetas y «fuck you», bajaron el volumen de la música, pero no por ello dejaron de molestar.

Nos mostraron que ellos están ahí y que pueden pisotear nuestras tradiciones con su música y sus formas, pero esta vez no lo consiguieron. Parece que últimamente nos callamos ante los abusos, alegando que «vivimos del turismo», pero existe una fina línea que separa el vivir del sobrevivir. El viernes vimos, una vez más, cómo hinchaban el pecho y se intentaban imponer; remarco el intentar, porque no lo hicieron. Gracias a la reacción de los que querían disfrutar del ball pagès se consiguió una pequeña victoria. Una victoria ejemplarizante para los que callan ante los atropellos que sufrimos cada temporada.

Hemos llegado a un punto en el que no podemos esperar que las autoridades nos salven del desastre. Dejarán que el barco se hunda con nosotros dentro, mientras ellos se ponen a salvo.

Es nuestra obligación, como habitantes de esta isla, proteger el medio y la cultura que nos vio nacer o nos acogió. Desgraciadamente, es mucho más fácil quedarse callado y que hagan el trabajo los otros. Así no vamos a ninguna parte. Sólo nosotros, todos a una, podemos detener este continuo abuso.