Cuenta Ángel Romaní en Facebook que justo cuando se inició el ball pagès el viernes por la tarde en es Martell, uno de los yates atracados subió la música hasta «aplastar literalmente» el baile mientras tres individuos tomaban copas en cubierta. Como si toda la gente que se había concentrado para disfrutar de una de las tradiciones más queridas de la isla, con raíces antiquísimas y de la que podemos sentirnos muy orgullosos, fueran parásitos cuya proximidad estorba. Sin voz y con el voto secuestrado. Y además en ese puerto viejo que ha conformado el alma de Vila, escenario de cortejos y vidas del mar, y donde ahora ya no se tejen redes sino privilegios. No se me ocurre una imagen más clara de las humillaciones que sufren a diario, impotentes, los habitantes de Eivissa y su cultura. Unos nos mandan a desollarnos rodillas y pies por barrancas para no estorbarles en las playas, otros nos invitan a mudarnos si los bares y pasacalles no nos dejan dormir o los hoteles que se acogen al limbo legal de la animación atronan el hogar, y la lengua propia, «en casa y con amigos», porque entre los que no la comprenden y los que no la quieren entender vuelan los insultos de «racista».

El viernes nadie acudió a defender un acto público. Pero como dicen en las redes, si un huevo hubiera impactado en el yate enseguida hubieran mandado a la policía. Por eso, metafóricamente hablando, yo no se lo tiraría a los turistas sino a los políticos que demuestran con sus prioridades que el respeto a la convivencia y los derechos de los vecinos es, a la postre, lo que menos importa hoy en Eivissa.