Hace unos días, Diario de Ibiza publicó una noticia de extraordinario calado social. Acabó, sin embargo, diluyéndose como un azucarillo en el océano de la actualidad, en lugar de generar reacciones airadas y un intenso debate político. Es como si en las Pitiüses existiera una ley no escrita que impone silencio ante aquellas revelaciones que subrayan la decadencia de nuestro territorio y nuestra comunidad.

La noticia afirmaba que, en sólo cuatro años, la población de residentes alemanes se ha reducido ¡un 40%! De casi 5.000 teutones que había en 2012, hemos pasado a menos de 3.000. Esta alarmante tendencia se reproduce también entre los ciudadanos británicos y franceses, que han descendido un 24 y un 21%, respectivamente.

En 2012, los alemanes componían el mayor colectivo extranjero de la isla y hoy ocupan la quinta posición. Les pasan por delante argentinos, marroquíes, italianos y rumanos; por este orden. Ibiza sustituye a ciudadanos que se establecieron principalmente para gozar del clima, el paisaje y el modo de vida, por otros que eminentemente vienen en busca de trabajo. Desde un punto de vista particular, habrá razones de toda índole para venir a Ibiza. Pero, en términos generales, fijándonos en las nacionalidades, no es así.

Nos estamos dando de bruces con un presente inquietante donde los ciudadanos europeos que llegaron atraídos por las especiales características del archipiélago ahora huyen en estampida. Y resulta incompresible que esta transformación social no haya encendido todas las alarmas. Afrontamos un dilema relacionado con la convivencia y la riqueza de la multiculturalidad. Pero no podemos obviar el hecho de que alemanes, británicos y franceses residentes generan una porción incuestionable de la demanda interna de determinados servicios y bienes, que otras nacionalidades apenas consumen. Basta con ir a las terrazas de los restaurantes que permanecen abiertos en el invierno, a los comercios de productos de calidad y a las galerías de arte, para visualizarlo con nitidez. Conviene, por tanto, ahondar en las causas.

El artículo aludía al empobrecimiento de la conectividad aérea, pero, aunque pueda afectar, es un condicionante que ha oscilado a lo largo de los años sin generar éxodos masivos. Somos muchos los ibicencos que tenemos amigos y vecinos alemanes, y ninguno disimula su desilusión pitiusa. El origen fundamental, sin duda, es económico. Las pensiones alemanas y los ahorros de antaño ya no son suficientes para vivir en Ibiza con holgura.

En segundo término, hay que apuntar a la intensa saturación que azota la isla en temporada alta. Esos europeos que nos están abandonando progresivamente encuentran otros lugares donde reina la calma, sin atascos, colas para todo y este frenesí insalvable asociado al verano pitiuso. El paraíso ha devenido en gallinero y esta evolución demográfica tan sólo es una reacción previsible.

Los teutones, asimismo, poseen una tradición ecologista; valoran particularmente la naturaleza y el paisaje. Y me atrevería a decir lo mismo de todo aquel que abandona un país lejano para establecerse en un lugar como Ibiza, sin que medien las imposiciones del bolsillo. El empobrecimiento medioambiental, la congestión de un paisaje cada vez más urbanizado y la progresiva contaminación de la costa por la actividad turística contribuyen también a la evacuación.

Tenemos, por tanto, encarecimiento de la vida, saturación estival y degradación ambiental, y a ello hay que sumar además el asfixiante proceso globalizador, que transforma la idiosincrasia de las islas. El chiringuito de pescado al que iba el alemán, cuyo dueño era un amigo, ahora deviene en beach club o va camino de serlo. Las grandes superficies arruinan también a esos comercios de toda la vida, que contribuían a que Ibiza fuera un lugar diferente. Tomamos una deriva urbana, de cartón piedra, exenta de autenticidad, de la que huían precisamente aquellos que se establecieron aquí en las pasadas décadas. La arquitectura, la forma de vida y todo lo que tenía de interesante la cultura ibicenca -la misma que atrajo a Walter Benjamín y a los primeros alemanes-, experimenta una extinción progresiva y casi irrevocable.

Ibiza, en definitiva, pierde aura, carácter y capacidad de acogida. La espantada de los alemanes y demás europeos sólo arroja una conclusión: De aquí, hoy por hoy y con la salvedad del veraneante, comienza a marcharse todo el que puede. A poca distancia hay lugares mejores y más económicos. Nos quedamos los oriundos porque las raíces nos aferran a la tierra y algunos otros, por trabajo, economía o falta de alternativas.

Es triste y nos sobrecoge, pero es una realidad incontestable de la que hace ya mucho que deberíamos haber tomado conciencia.