El conflicto entre Cataluña y el Estado español, que genera una inquietante tensión independentista que nadie discute, merece como es obvio el interés y la preocupación de todos, tanto de quienes manifiestan su deseo de ruptura, fruto de un deterioro de la relación que ahora se quiere dar por concluida, como de los que propugnamos la búsqueda intensiva de una solución que permita resolver el contencioso mediante un acuerdo creativo de futuro.

Lo que resulta irritante en este marco de tensión y desazón es que un personaje clave en términos institucionales como es el presidente de la Generalitat, que ha llegado inmerecidamente al cargo de rebote tras el veto de la CUP a Artur Mas y el señalamiento arbitrario de este, haga gala de una frivolidad que desconcierta y exaspera, y que amenaza con impedir cualquier avance reflexivo por la sencilla razón de que este sujeto parece totalmente incapaz de entender lo que ocurre y de actuar en consecuencia.

Se puede comprender la dificultad que entraña para un actor político más o menos afecto a la democracia parlamentaria gestionar un pacto con una formación antisistema, la CUP, con el único objetivo de colmar la única aspiración común, la independencia, pero ni siquiera esta situación extrema legitima la opción de desbarrar, de decir tonterías.

Y Puigdemont las dice. Ese personaje frágil que parece sacado de la viñeta de un cómic repite como un autómata que habrá referéndum en septiembre, y que será legal y vinculante. Salvo algún despistado, todo el mundo sabe en Cataluña y en el resto de España que tal afirmación es una completa majadería porque, aunque con mil marrullerías los soberanistas consiguieran organizar un esperpento parecido a una consulta, esta no sería en ningún caso legal ni, por lo tanto, vinculante. Y si lo que se quiere insinuar es que la consulta irrumpirá al mismo tiempo que una nueva y sorpresiva legalidad catalana sobre la que se asentará el plebiscito, ni siquiera hace falta recordar a estas alturas que la pirueta no tendrá valor alguno ni para el estado de derecho español ni en la comunidad internacional, que verá enternecida el disparate mientras se echa las manos a la cabeza.

Pero, además, hace apenas unos días, este ciudadano pintoresco explicaba a quien quisiera escucharle que la independencia se logrará si en el referéndum votan afirmativamente la mitad más uno de los electores que acudan a las urnas, al tiempo que aclaraba que no va a entrar en la cuestión del quórum que sería necesario para que el resultado resultara expresivo porque no quiere hacer el juego a quienes pidan el boicot de la consulta. Y lo decía todo con la suficiencia y la naturalidad de quien se limita a expresar lo obvio.

Produce cierto sonrojo tener que aludir a estas alturas a los estabilizadores democráticos, en forma de requerimientos de mayorías cualificadas, que incluye la gran mayoría de las constituciones maduras. Para aprobar en España una ley orgánica hace falta una mayoría cualificada; para reformar un Estatuto de Autonomía, el trámite es todavía más complejo; para la reforma constitucional hacen falta mayorías de dos tercios en ambas cámaras, e incluso un referéndum si así lo solicita la décima parte de los parlamentarios€ ¿Cómo se puede sostener imperturbablemente que nada menos que la secesión de un territorio que forma parte secular de un Estado maduro puede desgajarse por mayoría simple mediante una consulta en la que bastaría la participación de un puñado de ciudadanos? ¿Cómo es posible que la milenaria Cataluña tolere este derroche de estulticia, impropio de una ciudadanía culta y desarrollada?