¿Qué fue primero? ¿Una abundante oferta de universidades que trajo consigo un elevado número de titulados, muy por encima de las necesidades del país, o una avalancha de jóvenes interesados en alcanzar una licenciatura, que obligó a multiplicar las facultades?

Probablemente ambas circunstancias surgieron de forma paralela y se retroalimentaron mutuamente por múltiples causas, culturales, sociales, educativas y políticas, hasta llegar a la realidad actual: una oferta universitaria desproporcionada por exceso, lo que compromete la calidad, y multitud de campus de los que salen cada año miles de jóvenes con un título bajo el brazo y una preparación desajustada para abrirse camino en un mercado agresivo. Falla estrepitosamente la orientación académica hacia la vida laboral.

El mercado es incapaz de absorber el número de universitarios. La mitad de los titulados que halla empleo desempeña tareas por debajo de su capacitación. Es lo que se conoce como ´sobrecualificación´.

No debemos nunca poner objeciones a que la formación de cada cual supere sus necesidades profesionales. Al contrario, constituye un valor enorme. Otra cosa son las razones que la motivan. Si abundan los licenciados por la demanda cautiva, porque los jóvenes continúan estudiando para demorar su inclusión en la lista del paro, porque es fácil acceder a la Universidad y más fácil aún titularse al caer en picado la exigencia, porque el sistema enfoca el acceso a las facultades como la prolongación natural del Bachillerato, porque hay tantos centros que cada uno ingresa en el que tiene a la puerta de casa sin vocación ni perspectiva laboral, entonces la sobrepreparación sí adquiere la categoría de problema: porque evidencia desconexión con la realidad e ineficiencia en la inversión pública.

Las universidades españolas pasaron de 100.000 estudiantes en 1950 a más de 1,5 millones en el 2000. El boom guarda relación con el aumento del poder adquisitivo y las expectativas de una clase media y trabajadora que anhela para sus descendientes otro futuro. En el acervo cultural de la España moderna no existe mejor ascensor social que una carrera. De ahí arranca la baja estima hacia la Formación Profesional, asociada de manera equivocada a los peores alumnos. Una mayoría de padres prefiere tener un hijo ingeniero en paro a mecánico, fontanero o electricista ganando un dineral. Las empresas pugnan por estos profesionales pero el sistema no propicia ni académica ni sociológicamente desterrar los prejuicios.

Los sucesivos gobiernos favorecieron, incluso de manera irracional, el desajuste con una apuesta constante por la expansión universitaria. No sólo cada autonomía quiere un campus, sino cada ciudad de cada región. De unos centros que, si persiguen la excelencia, tienen que basarse en la élite pasamos a otros de masas a costa de sacrificar la calidad. De la misma filosofía del café para todos surgieron los aeropuertos sin aviones, las vías sin trenes y las autopistas a ninguna parte. Las manifestaciones de los rectores y responsables educativos ejemplifican los vaivenes del proceso. Hace una década preocupaba el exceso de alumnos; ahora, el exceso de universidades.

El aumento de profesores también fue enorme: de 2.600 en 1950 a 75.000 al final de los 90. La tradición de reflexión crítica en los círculos universitarios no se tradujo en soluciones: persiste el entorno poco competitivo, la escasa investigación, la nula movilidad, la endogamia y la total funcionarización de las plantillas. Con docentes que consideran sus plazas una propiedad inmutable, estudiantes que no desean exámenes duros y autoridades académicas que consienten porque obtienen sus sillones gracias a unos y otros, arraiga en la enseñanza el principio de libertad sin responsabilidad, de derechos sin deberes.

Necesitamos una revolución pedagógica que no precisa dinero, sino otra forma de pensar. El gasto en educación superior en función del producto interior bruto (PIB) alcanza aquí un nivel semejante al de los países desarrollados. La financiación no acaba siendo una respuesta a los resultados, sino una decisión subjetiva de los políticos o de los equipos rectorales dispuestos a endeudarse. Suele suceder que quienes requieren más recursos tratan siempre de eludir cuentas a la sociedad del rédito que obtienen. Uno de los dramas es la ausencia de mecanismos de evaluación y control. Ninguna universidad mide por objetivos su funcionamiento, ni considera aceptable perder estatus en el caso de incumplirlos.

Los distintos estamentos actúan como islas. La Universidad no conecta con los institutos, y viceversa. Habitan mundos cerrados. Tampoco conecta, aguas arriba, con la empresa, el destino final de sus graduados. Sin una visión y acción de conjunto, la enseñanza carece de remedio.

Algo tendrán que ver estos males en la falta de prestigio, común en el contexto internacional a todas las instituciones académicas nacionales.

España permanece atrapada en difíciles dilemas, pero ninguno tan urgente hoy como el de lograr una educación renovada, a la altura de estos tiempos, que distinga en cada ámbito a los mejores. Que evite, como decía Ramón y Cajal, la suerte aciaga de que sus hijos geniales se malogren.