Cuenta María José Estarellas que días antes del incendio en s'Espalmador estuvo intentando convencer a los ocupantes de un yate donde se montaba una fiesta de que no encendieran bengalas. La respuesta fue: «Esto es Ibiza». La misma que dan los inquilinos de los pisos vacacionales del edificio para sus saraos, el hooligan vociferante, los animadores de los pasacalles nocturnos del puerto o el beach club. No hay tanta diferencia entre unos y otros. Si una masa aborregada arrolla los espacios naturales durante la puesta de sol, distinguidos visitantes machacan los fondos marinos o se apropian, sicarios mediante, de calas y caminos rurales que cubren de asfalto y cierran. Denunciamos la acampada libre por el riesgo de desastre forestal y al final un majadero sobrado de todo quema sin querer, pero por diversión, un islote de riqueza ecológica única. Pues va a ser que el tan promocionado mercado de lujo es un timo, que cuesta más de lo que vale. El dinero que genera no se reinvierte aquí, las condiciones laborales y la calidad de vida han empeorado y nos lega aberraciones estéticas tipo mansiones de titanio que engullen montañas. Pero tal vez lo peor sea la impotencia de ver cómo la isla se degrada verano tras verano sin que las administraciones hagan más que anunciar el enésimo estudio y pedirnos que abracemos el mismo turismo que, en buena parte, hace mucho decidió, alentado por la publicidad, que no valía la pena respetarnos porque, al fin y al cabo, «esto es Ibiza»: impunidad y excesos.