Jaume Ferrer es el presidente del Consell de Formentera. Parece tener claro que Formentera no puede crecer más. Es una obviedad que a mí personalmente me mueve a la melancolía, a un desasosiego que no puede calmar ninguna medicina. Les ocurrirá lo mismo a todos aquellos que a mediados de los años 70 dijimos que Ibiza no podía seguir el modelo de Mallorca o de Benidorm, que el diario francés Le Monde bautizó como «balearización».

Entonces, como ahora, era muy difícil armonizar el deseo con la realidad. Muchos lo vieron, lo dijeron y murieron sin haber conseguido nada. No pude conocer a un hombre de gran talento como Erwin Broner, que sintió las piedras de Ibiza como si hubieran sido células de su cuerpo y la entendió como nadie de la isla. Incluso hoy, numerosos pintores de éxito le deben una gran parte de la inspiración. Broner (y unas decenas más) lanzó las señales desesperadas del naufragio inminente. Nadie escuchó.

Es evidente que un joven periodista, con más ímpetu que preparación, con más ilusiones que potencia para realizar los deseos, tampoco conseguiría nada. Pero se contó todo aquello que se pudo. Y escrito queda.

De 1972 a 2016 van 44 años, miles de piscinas y de inmuebles, kilómetros de asfalto, construidos en los parajes más hermosos de la isla. Aquí la tenemos: la Ibiza urbanizada, el fruto de nuestro vientre y de muchos errores acumulados.

Ahora es imposible gestionarla cuando se la somete a la presión actual. Las Pitiusas sufren demasiado en este grado de exposición a la máxima carga turística. Pero ya es imposible volver atrás, estos procesos son irreversibles porque solo van en una dirección única.

¿Qué podemos hacer? Incluso hoy a la vista del actual desastre, aún con los cadáveres calientes muy pocos se atreverán a decir lo que piensan: hemos crecido demasiado. Aquí no se cabe, hemos agotado los recursos de la isla y ni siquiera tenemos espacio para transformar nuestros desechos. Lo nuestro no acaba de ser un éxito, sino una prolongada agonía.

Los ibicencos no sabrán o no querrán salvarse. Solo queda una última carta, que tampoco se pondrá sobre la mesa, al menos de momento: que el Mediterráneo recupere la cordura, la paz y la lógica de la vida. Millones de turistas dejarían de venir a las Pitiusas como primera opción y nos darían un respiro. Nosotros no podemos soportar tanto ni nos lo merecemos.