Tras una eternidad acumulando polvo en los cajones, parece que por fin alguien se ha decidido a rescatar expedientes y poner en marcha el rodillo de la burocracia punitiva frente a discotecas y demás locales de ocio que incumplen sistemáticamente horarios de cierre, ordenanzas de ruido, aforos máximos y demás fruslerías. El tiempo nos dirá si estamos ante un espejismo momentáneo o, por el contrario, existe una férrea voluntad política para evitar que en la isla sigamos padeciendo en bucle este comportamiento incívico y avasallador.

La rueda, en todo caso, parece que de momento gira. Hace unos días, el Ayuntamiento de Sant Antoni, antaño en permanente estado de letargo, anunció la conclusión de 43 expedientes por incumplimiento de horarios, sentando las bases legales para que esta temporada al fin se produzcan clausuras en los casos más sangrantes. Esa montaña de legajos se ha traducido en 137.000 euros en sanciones, de los cuales 102.000 se corresponden a una sola discoteca (31 expedientes sobre el total de 43, en dos años). El pasado verano, el Consistorio de Sant Josep también interpuso denuncias y abrió expedientes por las mismas razones, aunque seguimos a la espera de conocer la conclusión de los mismos y si han derivado en multas y antecedentes.

El próximo fin de semana, la mayor parte de las discotecas de la isla celebran sus opening, pero los ibicencos aún conservamos fresco el recuerdo de la disparatada semana de cierre del octubre pasado. Se vivieron situaciones dantescas, con incumplimientos sistemáticos no ya de horas sino de jornadas. Además, se produjeron faltas descaradas de obediencia ante las fuerzas del orden, cuando estas conminaron a algunos locales a que apagaran la música y echaran el cierre, a veces hasta seis y siete horas después del límite establecido.

La tensión llegó a tal extremo que incluso se denegaron permisos para prolongar la actividad la última noche, algo que lamentablemente ya es tradición en Ibiza.

Los consistorios han adquirido la costumbre de aplicar una eximente en estas fechas señaladas y prácticamente conceden a las discotecas patente de corso. También es vox populi que antaño determinados empresarios de la noche incluso pactaban con los concejales hasta qué grado podían incumplir las ordenanzas en la última fiesta del año. Un procedimiento de lo más siniestro -en la frontera de la prevaricación o la negociación prohibida a cargos públicos-, que vulnera las normas y representa un atropello a los ciudadanos y su derecho al descanso. Esperemos que no se vuelva a repetir.

Los expedientes que ahora ha hecho públicos Sant Antoni, sin embargo, permiten vislumbrar que, aunque el parsimonioso proceso sancionador que deben arrancar las administraciones locales tiene muchas limitaciones, cuando se aplica con regularidad y tenacidad, puede acabar siendo como la gota malaya: capaz de atravesar capa a capa la resistencia del discotequero más glacial y jurídicamente protegido. El año pasado, pese a los órdagos descarados que algunos de estos establecimientos lanzaron a las autoridades en la semana de las closing, fue imposible suspender la actividad. La legislación balear, que es de 2013, sólo contempla clausuras por horarios cuando existen expedientes cerrados del año anterior. Esta normativa tiene tantas limitaciones que parece que haya sido aprobado por el propio lobby del sector discotequero, en lugar de por sus señorías.

Hoy por hoy, sin embargo, la situación es radicalmente distinta. Sant Antoni, por ejemplo, acumula un arsenal de antecedentes que le permite estar en disposición de aplicar cierres a las primeras de cambio. Basta con que los establecimientos ya expedientados persistan en su habitual actitud incívica.

El morbo siempre acompaña a las fiestas de apertura, pero ahora la expectación es doble. Veremos si las discotecas tiran por la calle de en medio y vuelven a las andadas o, por el contrario, se deciden a cumplir las ordenanzas ante el abismo del cierre. Si me piden que apueste, diría que lo primero. Cuentan con un ejército de abogados tras el que parapetarse. Esperemos que, al final, la gota malaya acabe calando.