Que el derecho a decidir no existe, ni en el Derecho, ni en la costumbre ni en la jurisprudencia, ya lo han dicho y redicho, escrito y reescrito voces y plumas más que autorizadas. Es una simple e inteligente trampa saducea fabricada y defendida últimamente por los independentistas catalanes, en la que han caído muchísimos ingenuos y bastante mal informados que interpretan el eufemismo como la quintaesencia de la democracia, sin percatarse de que lleva a la autocracia más pura y dura. ¿A quién se daría -aquí en España- o quién lo tendría: las autonomías, inventadas en 1978; las provincias, instituidas en 1833, y posteriores cabildos o consejos insulares; los vetustos municipios; las comunidades de propiedad horizontal; el único propietario de los pisos de una escalera: todos?

Que el derecho no exista no significa que no existe el hecho en sí y éste sí que existe y, sobre todo, ha existido con profusión en la medida y forma en la que ahora se pretende aplicar. En nuestra historia patria tenemos los patéticos ejemplos que sobre ello se dieron en el fatídico año de 1873, que quizás convendría recordar aunque no están tan lejanos, pues por entonces ya correteaban por Dalt Vila, jovenzuelos, mis dos abuelos y mis dos abuelas, y vete a saber lo que harían.

Vemos algo de lo que se decidió entonces, época turbulenta si las hubo. Abdica Amadeo I y nace la Primera República, que encuentra a España metida en dos guerras, la carlista y la de Cuba. Su primer presidente, el abogado catalán Estanislao Figueras Moragas, harto de que todos los consejos de ministros concluyeran en discordia tras discordia sin atajar problema alguno de los miles que se cernían sobre la desdichada España, se despidió un día de sus colegas afirmando reciamente en catalán: «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!». Se excusó afirmando que se iba a dar un paseo por el Retiro y aprovechó la cercanía de la estación de Atocha para coger el primer tren que salía para París, donde se exilió. Había estado casi cuatro meses en el cargo y dejaba atrás, sin resolver y aún alentándose desde el poder, el movimiento cantonalista disfrazado de federalismo, que hizo estragos en España.

Cualquiera se declaraba independiente. Así lo hacía una provincia como Barcelona a través de su Diputación, que propugnaba el Estado catalán, con titubeos para no enfrentarse con los primeros presidentes de la República española que eran catalanes, o el municipio de Jumilla, que afirmaba en solemne comunicado proclamarse en paz con sus vecinos y con todas las naciones de Europa, pero ¡ay de quien pretendiera atacarle! Así lo hacía una capital como Sevilla, que se afirmaba república social, y el simple Ayuntamiento de Utrera, que por cierto, promovieron una guerra entre sí, con muertos y heridos, conflicto que sorprendentemente ganó Utrera. Así lo hicieron Alcoy -con ínfulas revolucionarias-, Valencia, Alicante, Castellón, Torrevieja, Almería, Algeciras, Cádiz, San Fernando, Tarifa, Huelva, Jerez, Granada, Málaga, Córdoba, La Carolina, Écija, Carmona, Jaén, Bailén, etc. Con las ocurrencias, conflictos, problemas, historias y anécdotas que se dieron en cada uno de los enumerados lugares durante su breve vida cantonal se llenarían tomos y tomos de historia, en ocasiones sainetesca, en ocasiones dramática.

Capítulo aparte, tanto por su duración como por su importancia y sus despropósitos, merece el cantón murciano de Cartagena. Su independencia dura seis meses, finalizando el 12 de enero de 1874 con la huida a Argel de sus cabecillas tras la completa destrucción de la ciudad, con su acompañamiento de muertos, heridos, arruinados, decepcionados. Durante ese medio año los cantonales desplegaron una inusitada actividad. Organizaron, con pretensiones de expansión ideológica y más que evidente rapiña, varias expediciones por mar y tierra. Hay que decir que dispusieron de los mejores buques de la armada española, como eran las fragatas blindadas Numancia, Vitoria, Tetuán y Méndez Núñez, más la de hélice Almansa, buques de los que se habían ausentado sus oficiales al inicio del movimiento, y que navegaron, al servicio del Cantón, con su marinería al mando de capitanes y pilotos de la marina mercante. Varias unidades del Ejército de Tierra estuvieron también a las órdenes de las autoridades cantonales, o sea el general Contreras, el diputado Antoñete y el jefe del Cantón Roque Barcia. Las expediciones terrestres cosecharon escandalosos fracasos y varios miles de reales en secuestros y robos descarados. Las navales, bombardearon Alicante, Almería y Málaga y consiguieron víveres y dinero en Torrevieja, Águilas y algún otro puerto cercano. El Gobierno de la República declaró buques piratas y ´buena presa´ a los navíos cantonales, lo que produjo la intervención de barcos de guerra alemanes e ingleses que se enfrentaron a los cantonalistas. Se llegó a acuñar moneda, el ´duro cartagenero´, a instaurar el divorcio, a regular la enseñanza, etc. Todo acabó con un último despropósito, la carta del 16 de diciembre de 1873, en la que Roque Barcia, dirigiéndose al presidente de EE UU, Ulysses Grant, le ofrecía el propio Cantón.

Solo cuando Castelar, el último presidente de la República, adoptó modos dictatoriales se consiguió poner un poco de orden en aquella convulsa España, gracias a la firme actuación de algunos generales que, por cierto, acabaron también con la República.

No gusta a muchos que se rememore el fracaso del federalismo cantonalista ni siquiera la real historia de la Primera República. Dicen que se utiliza para desprestigiar el progresismo. Pero ahí sigue el año 1873 sin que podamos desprenderlo de nuestra Historia.