Cuando el clima decide mostrarse hosco lo mejor es recogerse, subir al tejado, limpiarlo bien, desatascar desagües y fijar bien los trastos que puedan salir volando. Llenar la despensa y el tonel de vino, cerrar bien las contraventanas y encender la chimenea. Esto es o sería vida, pero ya se ha ido olvidando. Los primeros días de noviembre tenemos la visita al cementerio para honrar a nuestros muertos y a los de los vecinos y amigos. Para templar la nostalgia y la tristeza podemos ayudarnos de una cascada de piñones con algunos embates al sabroso vino tinto. O unas copitas de hierbas ibicencas hechas y maceradas en nuestra propia casa.

Ya puede comprarse turrón en algunos supermercados, chocolate, avellanas. Me anticipé un poco al espectáculo casi teatral (espero que no en registro de tragedia) de las lluvias y ventoleras de las Pitiusas. Hace tiempo que tengo una aventura interminable con el río Tajo (1.038 km, el más extenso de España). Lo he conocido en su nacimiento en los Montes Universales (digamos Teruel) en las planicies de Albarracín. Lo he disfrutado en su pacífica y lírica circunvalación de la ciudad imperial de Toledo (al menos dos veces). Después el Tajo se pierde en sus tímidos recovecos. No es caudal que te salga al paso, tienes que ir tu a por él. De nuevo lo reencontré en Cáceres, una imponente ciudad también Patrimonio de la Humanidad, como Ibiza. Hace al menos diez años disfruté de su gozosa llegada al Atlántico, hecho todo un coloso, casi un mar de agua dulce color de paja, que llaman Tejo en Lisboa.

Me faltaba una conexión que transitara entre España y Portugal, donde conforma un parque Natural Tajo Internacional, pues abarca a Portugal y a España. Desde Cedillo pude navegarlo durante una hora. Bajo un manto de lluvia persistente pero suave pude contemplar las piruetas inesperadas de distintos tipos de pájaros y de un paisaje maravilloso, sin los reflejos del sol. Me mojé, caminé, sufrí, disfruté. Y entonces pensé en Ibiza, donde nos han robado nuestras aguas dulces de Tanit. Como había mirado las previsiones mediante el satélite, sabía que la borrasca derivaría hacia el Mediterráneo. «Estas nubes cargadas van hacia Ibiza», pensé.

Ahora veo los efectos desastrosos sobre las costas de Talamanca y la ciudad. La tormenta apaciguada y doméstica que os mandé desde Portugal se ha convertido en una tormenta bronca que ha causado daños. Bien que lo siento, pero es el sino de Ibiza y de Formentera. Al menos en dos ocasiones al año, nos puede batir las murallas (de cemento al menos) desde Poniente y entonces destroza la bahía de San Antonio. O desde Levante y en tal caso barre de mala manera la parte de oriental de Ibiza, y el Sur, incluso toda la isla de Formentera. En vista de estas encrespadas furias que nos destrozan las costas quizás tendríamos que ir con prudencia a la hora de promocionarnos mucho en Londres. No sé, pero estos meses los tenemos que destinar a honrar a los muertos y a cuidar de los vivos. Recogidos y refugiados, porque nos lo hemos ganado. Al pairo y a repairo.