La mejor metáfora de la situación que padecemos en Ibiza en relación a las infraestructuras sanitarias es el emisario de Talamanca, cuya sustitución, tras un incomprensible vaivén, ha vuelto a ser declarada de emergencia por el Consistorio de Vila. Esta tubería achacosa, carcomida como un queso gruyère, esparce aguas fecales sin depurar con inquebrantable regularidad, por muchas boyas y señalizaciones que se instalen. Los bañistas, al descubrir el origen de la materia flotante que el agua arrastra hasta la orilla, huyen espantados y el Ayuntamiento se ve obligado a cerrar la playa a cal y canto. El consecuente cabreo de vecinos y empresarios no puede ser más lógico, al igual que la deprimente sensación de contemplar cómo el apetecible rincón de antaño queda reducido a la condición de estercolero.

En medio de tanta tormenta, a los políticos no los queda otra que achicar agua y taponar agujeros sin ton ni son. Su solución, en este caso, pasa por sustituir la infernal cañería por otra nueva, sin fisuras, que redirija las deyecciones directamente al fondo del mar, lejos de los turistas, donde sólo incordien a praderas de posidonia y peces silentes. Obviamente, evitar la contaminación en la orilla constituye una prioridad, pero debería aplicarse la misma urgencia a poner medios para que el agua que se vierte al mar esté bien depurada. Sin embargo, la sensación que nos transmiten las autoridades es que la emergencia, para ellos, radica más en alejar la porquería que en evitarla.

En Santa Eulària pasa algo parecido con la depuradora y los vecinos que la padecen. Denuncian que el hedor que flota en el aire les provoca arcadas e irritaciones, y así llevan todo este caluroso verano. A nadie debería sorprenderle que, en cuanto se sientan a hablar del problema, hastiados de la nula eficacia de las instituciones para solventarlo, les entren ganas de acordarse de la progenie de las autoridades que tienen delante. Andar moviendo lodos de un sitio a otro ha servido de poco, toda vez que el origen del problema radica en las pésimas condiciones en que se encuentra esta infraestructura, cuyo mantenimiento, como tantas cosas, es responsabilidad de un cada vez más distante Govern balear.

La tercera pata de esta actualidad pestilente hay que buscarla en el renovado puerto de Vila, cuya monumental chapuza anega en aguas fecales a vecinos y comerciantes en cuanto cae un chaparrón. La situación, a los afectados, no sólo les genera asco, sino cuantiosas pérdidas que alguien tendrá que cubrir. Otra vez se apuesta por tapar agujeros: Consistorio y Autoridad Portuaria pactan duplicar la capacidad de los aliviaderos para evitar inundaciones. Nadie, sin embargo, parece apostar por atajar el problema de fondo y desarrollar, sin más dilación, una nueva red que separe las aguas pluviales de las fecales. Sólo así los inodoros dejarán de rebosar en cuanto caiga una tormenta.

Y qué decir del desastre inenarrable de la autovía del aeropuerto, esa gigantesca ratonera que se colapsa a las primeras de cambio y atrapa a cientos de vehículos. ¿Cuántas personas se han llevado este recuerdo imborrable de la isla o incluso han perdido su vuelo porque después de tantos años nadie ha sido capaz de solucionar semejante calamidad? Las desaladoras y sus interconexiones, por puro hastío, ya ni las mentamos.

En Ibiza no podemos seguir limitándonos a tapar agujeros. Sería mucho más razonable que las administraciones insulares -ayuntamientos y Consell- se pusieran a trabajar de la mano. Urge crear una estrategia de amplio espectro que ponga fin a la obsolescencia de las infraestructuras y que se aleje de la visión cortoplacista que imponen los tempos electorales.

Nuestras instituciones pueden comenzar por elaborar un inventario detallado de las necesidades que hay en todos los municipios y ponerlas en común. Toda esa información debería servir para diseñar un plan de inversiones a largo plazo, realista y ajustado a nuestras posibilidades, que contemple las actuaciones hay que acometer en la isla en los próximos 15 ó 20 años, de cara a la renovación completa de unas instalaciones tan obsoletas como tercermundistas. Luego, con esta estrategia pactada, se puede acudir con renovada fuerza a instancias superiores y exigir los fondos y actuaciones que sean necesarios.

Nuestros concejales y parlamentarios, vista la gravedad de la situación y el incremento exponencial de incidentes que se registra cada temporada, tienen la obligación de mirar más allá de su horizonte político y ser capaces de alcanzar un acuerdo que permita llevar adelante un plan de estas características, con independencia de quién gobierne. Si únicamente seguimos tapando agujeros, acabaremos dinamitando, tal vez de forma irreversible, los tres pilares que sostienen nuestra forma de vida: convivencia, ecosistema y turismo.