Hemos convertido el mar en un vertedero. En Ibiza y Formentera somos testigos de ello casi a diario. Somos testigos de barcos que echan su porquería en aguas teóricamente protegidas y de emisarios que funcionan mal y sueltan sus vertidos al mar, sea por averías que las instituciones no solucionan y se convierten en males crónicos o por anclas que rompen tuberías cada dos por tres. No puedes ir a playa alguna sin encontrar restos de basura. A 30 metros de profundidad puedes hallar botellas vacías de champán (lo juro) y en la arena de todas las playas las partículas de plástico compiten por el espacio con los foraminíferos que la componen.

La huella ecológica que estas islas están dejando en el Planeta debería avergonzarnos a todos. No solo por lo que permitimos a esos turistas tan educados que nos visitan sino también porque está claro que no podemos culparlos a ellos de todo; ver las fotografías de cómo quedó la playa de Talamanca tras la noche de Sant Joan daba algo más que asco.

La producción mundial de plásticos aumenta año tras año. Los supermercados siguen repartiendo miles de bolsas al día. Y seguro que todos y cada uno de vosotros sois testigos a diario de ese consumo excesivo e irracional de plástico, seguro que habéis visto al típico cliente que pide una bolsa para llevarse un puñetero bolígrafo o a la mujer que pide bolsas para cada bote de mermelada que paga o por cada botella de champú que se hace envolver con mucho papel de regalo.

Todo acaba en el mar. ¿De verdad queda alguien que no sepa que una sola bolsa de plástico puede matar a una tortuga o a un pez, a una ballena o a un ave marina? Los plásticos matan directamente a un millón y medio de animales al año. Vuelve a leerlo. Millón y medio. Hay islas enteras de residuos flotando a la deriva en los tres principales océanos del planeta, como Godzillas asesinos acechando en las aguas; y valga el símil teniendo en cuenta que Godzilla también es un monstruo creado por la irresponsabilidad humana. Todo tiene consecuencias. Ahora, además, sabemos que las micropartículas en las que se acaba convirtiendo el plástico, que se transforma pero no se destruye (o al menos tarda lo que viene a ser una eternidad), están ya en la cadena trófica. Sabemos que ese plástico con el que contaminamos el mar regresa a nosotros, cosas de la naturaleza, y nos intoxicamos comiendo peces que a su vez envenenamos nosotros. Qué bonito es eso de la justicia cósmica. Ya lo decían Fito y los Fitipaldis: «Todas las cosas que al mar tiramos, nos las devuelve pronto la marea».

Y, lo sabemos, pero no hacemos nada. Bueno sí, la mayoría cuelga mensajitos ecologistas en su Facebook y enlaza todo aquello que cree que le hará quedar como un tipo con conciencia social. A la hora de la verdad, algunos de los que compartirán en su muro este artículo serán los mismos que pidan una bolsa de plástico para llevarse un cortaúñas.

La mejor política de gestión de residuos es no producirlos, reducir nuestra huella ecológica en el mundo. Pero no, qué difícil, queremos que de eso se encarguen otros, las instituciones, los gobiernos, la NASA, la ONU, Linterna Verde o el Capitán Planeta, quien sea. Nos escandalizamos cuando nos dicen que un millón y medio de animales muere anualmente por los pedazos de plástico que acaban en el mar o cuando pillan a un granuja en velero que ha vertido sus aguas negras en ses Illetes, pero muchos parecen incapaces de ver la relación entre la bolsa de más que piden en el súper y la tortuga muerta o la foca con cortes en el cuello que ven en los medios de comunicación.

Pocos entienden que tirar una colilla al mar es lo mismo que verter los residuos desde un velero, porque muestra el mismo nivel de civismo y porque, como todo en la vida, cada uno contamina en la medida de sus posibilidades. De la misma manera que cada uno puede contribuir en mayor o menor grado a un planeta más limpio.