Leo con preocupación que Educación ya ha decidido cómo serán las reválidas de su reforme educativa, que tiene visos de no ser tampoco muy duradera. Como se sabe, la selectividad actual será suprimida a partir de 2017, y la prueba final de bachillerato, que los alumnos tendrán que aprobar para obtener el título y poder seguir estudiando, incluye 350 preguntas tipo test con cuatro respuestas a elegir. Esas pruebas tipo test, tan banales como el examen teórico de la DGT, permitirán averiguar los conocimientos acumulados por los estudiantes pero de ningún modo podrán indagar en su capacidad de raciocinio. Ni, por supuesto, en la calidad de su discurso, en si saben o no plasmarlo por escrito en una redacción inteligible, y tampoco se podrá averiguar si quienes concluyen el bachillerato cometen o no faltas de ortografía.

La evaluación de la formación obligatoria, que servirá obviamente para orientar el aprendizaje que se proporcione a los alumnos, debería ser un exhaustivo examen capaz de mostrar sus conocimientos, sí, pero también su grado de madurez intelectual, sus habilidades relacionales, incluso su capacidad de integración. Naturalmente, esta fórmula requeriría un esfuerzo mucho mayor de los docentes e incluso de los profesores correctores, pero sin ella, la educación perderá muchos de sus elementos insustituibles y se convertirá en un aprendizaje mecánico que poco tendrá que ver con la socialización del alumnado.