Estáis en contra del progreso». ¿Os lo han dicho alguna vez? Es lo que te dicen, como una frase hecha, un recurso fácil y a mano, cuando se te ocurre posicionarte en contra de un proyecto de esos a los que a menudo acaban aplicando el prefijo macro. Es lo que te sueltan, y así, en plural hipotético, como si tú y tus células fuerais una banda, cuando te atreves a decir que no te gusta la ampliación del puerto, ni que amenacen los islotes queriendo construir hoteles ni que urbanicen Cala Gració. Si un puente te parece innecesario es que estás en contra del progreso. Si no quieres que amplíen un puerto, pues también. Y si no quieres que construyan en ses Feixes, es que prefieres los mosquitos al progreso, como si fueran términos excluyentes.

Estáis en contra del progreso es lo que te dicen los políticos y sus adláteres cuando no estás de acuerdo con sus barrabasadas, y es el argumento preferido por los especuladores que tienen pocos argumentos honestos que mostrar a los ciudadanos, el de aquellos que no tienen mejores razonamientos con los que loar las bondades de sus grandes y progresistas ideas. Y es que la palabra progreso está perdiendo el sentido, como las palabras demagogia y casta, que de tanto usarlas alegre y compulsivamente se difuminan y, por cansancio, provocan un latigazo en el cerebro a los que usamos el lenguaje en nuestro trabajo y, para qué negarlo, también producen ciertas náuseas.

El uso indiscriminado de vocablos como progreso, casta y demagogia como armas arrojadizas solo crea confusión y favorece su utilización bastarda para recursos fáciles como ese «estáis en contra del progreso».

¿Y qué diablos tenemos que entender por progreso? El progreso, al parecer, se mide en el número de ladrillos y los kilos de cemento que somos capaces de colocar en un territorio determinado. El progreso es una competición de asfalto. Es convertir faros en bares, hoteles o discotecas, y colocar cien mil personas donde solo caben diez mil, como elefantes en un seiscientos. Progreso, al parecer, es que cierren sus puertas los comercios históricos de las ciudades, que quiebren las pequeñas tiendas de los pequeños empresarios y todos nos veamos obligados a comprar en eso que llaman grandes superficies. Es ganar metros al mar para amarrar más barcos y construir hospitales del tamaño de clínicas veterinarias para dinosaurios.

Pues yo -y que me perdonen los especuladores del terreno y los fanáticos del dinero rápido- entiendo otra cosa por progreso. El progreso, para serlo, y hasta los diccionarios me dan la razón, debe suponer un avance con el que la sociedad mejore. Y, la verdad, no veo que estemos ganando en calidad de vida con todo eso que hasta ahora, en nuestras islas, nos están vendiendo como progreso. Que las instituciones promuevan proyectos que llenarán los bolsillos de unos pocos en detrimento del bien común no se llama progreso, se llama corrupción. Como mínimo, es cinismo. Y ya va siendo hora de que aprendamos a llamar a las cosas por su nombre.