Oleada de frío, vientos y nieves. Unos días de calma. Vuelve el temporal. Y así pasamos este invierno, con la prudencia del antiguo navegante con cicatrices que conoce la mejor arma para pasar el acoso enemigo del invierno: la paciencia. Afortunado quien ha guardado unas sobrasadas y un tonel de vino en el trastero. Así este fenicio, que mira acá y acullá y cuando encuentra las referencias a Ibiza las anota en el cuaderno rojo de bitácora.

Por ejemplo cuando hablan del Santo Grial. Lo habrán visto en películas de aventuras y en libros trepidantes. El Santo Grial como símbolo conserva en su esencia todo aquello bueno y deseable para el humano. Pero en realidad es una copa, la copa sencilla en la que bebió Jesús en la última cena, es decir cuando ya tenía 33 años y estaba a punto de morir vejado, humillado, torturado y crucificado para redimir a todos los humanos. No estoy muy seguro de que le haya funcionado la buena intención, pero este es otro tema.

Hoy se conocen algunos cálices que pasan por ser el Santo Grial, pero ninguno está tan afirmado y confirmado como el de la catedral de Valencia. Muchas veces iba a verlo, me sentaba enfrente en la fresca capilla de la entrada a la derecha. Y me ponía a cavilar. No tengo ninguna prueba de que naciera gran cosa de mis cavilaciones fenicias, pero salía del recinto con aquello que yo más necesitaba en aquellos momentos: paz. Sosiego. Tranquilidad de espíritu.

Salen reportajes sobre este cáliz en la prensa y en las televisiones, pero no se dejen enredar: la copa en la que bebió el Nazareno es solo un cuenco, una escudilla. Está empotrado en un cuello de copa y una base, lleno de joyas. De ser el auténtico, el vaso es solo la parte de arriba. Pues bien, acabo de leer otra vez su historia y su recorrido (que yo ya he publicado en mis notas fenicias). Y añaden: «y ya nunca abandonó Valencia». Esto es falso, claro que abandonó Valencia, y precisamente fue custodiado en Ibiza, en plenas guerras napoleónicas, exactamente en marzo del año 1810. Pronto pudo ser repuesto en su peana habitual.

El Papa Benedicto ofició la misa con este cáliz en su visita a Valencia. Me hubiera gustado preguntarle a este sólido intelectual: ¿En algún momento tuvo Su Santidad la sensación de estar consagrando en la misma vasija que Jesús en la Última Cena? No descarto una respuesta vaga e irónica del descendiente de San Pedro. Y así pasan los días. La otra tarde tuve otro regocijo vanidoso. Este fenicio y el actual Papa Francisco hemos compartido la misma cosecha de higos de Almoharín (Cáceres).

Enseguida se acaban, pero he leído que los extremeños están sembrando higueras como locos. Los deliciosos frutos secos son suaves, carnosos y dulces. Pero al Papa se los han presentado con una perversa capa de chocolate en forma de bombones, Rabitos Royale. Pocos como los de Ibiza, pero ya nadie siembra ni recoge nuestros higos, ay. Vean cómo hoy me he contagiado de la dulzura, la nostalgia y los ensueños, probablemente por influencia benéfica del Santo Grial.