Que uno de los canales en abierto y de mayor audiencia de Gran Bretaña emita un documental sobre orgías multitudinarias de alto standing en pleno campo de Ibiza no constituye ninguna sorpresa. Sabemos que un porcentaje creciente de nuestra troupe turística -el mismo que derrocha cantidades embarazosas de dinero en beach clubs y privados de discotecas-, exige pasatiempos originales, refinados y clandestinos, en las antípodas de la socorrida demanda de ocio que reclama el turismo familiar.

En el mercado negro de placeres que Ibiza pone a disposición del viajero golfo se puede encontrar de todo: desde sofisticadas drogas a servicios sexuales de lujo, pasando por prostitución de menores y otros néctares de los bajos fondos que nunca se han hecho públicos ni podemos atisbar. En caso contrario, este tipo de público emigraría a destinos más liberales. En la isla, si no nos falla la memoria, nunca se han hecho detenciones importantes al respecto, salvo las esporádicas vinculadas al narcotráfico y al lumpen de la prostitución callejera.

El documentalde la polémica, incluido en un programa llamado ´Fiestas sexuales secretas´, de Channel 4, nos abre las puertas de una mansión del interior de la isla, rodeada de olivos y frutales, que probablemente resultará fácilmente identificable para sus vecinos. Allí suelen juntarse alrededor de 250 personas que aparcan las inhibiciones en la entrada y acaban conformando un «ruidoso puzle humano», según describe la madame que organiza estos encuentros sexuales, por los que se llega a pagar 1.000 euros por participar. Junto a ella desfila una fauna cutre, de tipos cachas y doncellas recauchutadas, con pinta de haber salido de una película porno de serie Z.

En definitiva, una casa de lujo y alegres vistas campestres para una propuesta de lo más sórdido. El reportaje da alas a esa teoría que, según creo, compartimos cada vez más ibicencos y que determina que los nuevos turistas del lujo son en realidad clones de los bárbaros que deambulan por el West End, aunque con una billetera más abultada. Las autoridades turísticas, por mucho que se esfuercen, poco pueden hacer para impedir que los medios sensacionalistas, a quienes la Ibiza de paisajes y tradiciones importa un comino, se hagan eco de la versión más sórdida del archipiélago. Únicamente podemos seguir fomentando la difusión de contenidos más atractivos y acordes a nuestra cultura y forma de vida, manteniendo viajes de familiarización con periodistas internacionales de medios más serios y, si nos alcanza el presupuesto, lanzar alguna campaña de publicidad.

Hace unos días, ocurrió algo similar con la emisión del programa ´Blue go Mad in Ibiza´, del canal británico ITV2. En él, los integrantes de un conocido grupo de pop participaban en una suerte de Gran Hermano que se rodó en un bar de Sant Antoni. Toda la trama oscilaba en torno a borracheras, sexo y desparrame. Debemos tenerlo bien claro; siempre que un medio sensacionalista se interese por Ibiza, nunca será para grabar sargantanes ni payesas cocinando bunyols.

Sin embargo, este documental de las orgías sí aporta una novedad inquietante e inesperada: la tranquilidad y displicencia que exhibe la alcahueta, que aparece a cara descubierta, en una casa perfectamente reconocible, pese a regentar un negocio ilegal y clandestino. En esa villa, e imagino que en otras, organizan concentraciones de cientos de personas, que pagan una entrada, adquieren bebidas alcohólicas a precios elevados -además de cualquier otra sustancia que les pida el cuerpo, según suponemos-, y abonan distintos suplementos en función de los servicios sexuales que disfrutan.

Pese a que la empresa organizadora incumple una ristra interminable de normativas y regulaciones, por no hablar de Hacienda, la anfitriona no teme exhibirse ante las cámaras, revelar los detalles más sórdidos del negocio y aportar datos suficientes como para deducir que cada temporada facturan varios millones de euros sin despeinarse.

Cuando alguien que opera en el lado oscuro de la economía disfruta de una sensación tan grande de impunidad, significa que no teme que nadie vaya a ir a llamar a su puerta y arruinarle un negocio tan exclusivo y prometedor. No podemos impedir, de la noche a la mañana, que Ibiza sea percibida como la versión contemporánea de Sodoma y Gomorra.

Sin embargo, lo mínimo exigible es que las autoridades responsables de vigilar el cumplimiento de las leyes tomen buena nota, manden el recadito a quien corresponda y apliquen, en general, la presión necesaria para garantizar que nuestro universo clandestino nos lo tengamos que seguir imaginando, en lugar de verlo por televisión en alta definición. Al menos, que al que contribuya a ofrecer una imagen tan degradante de Ibiza no le salga gratis.