A finales de la década de los ochenta, Italia seguía manteniendo un notable dinamismo en lo económico y lo social. Sus equipos de fútbol dominaban en las principales competiciones europeas aplicando las aburridas reglas del catenaccio. Las prósperas regiones del norte inundaban los mercados con sus productos de diseño depurado y vanguardista, de la industria del mueble a la del automóvil. El ahorro privado era -y sigue siendo- uno de los más elevados del Planeta y la debilidad secular de la lira actuaba como una herramienta exportadora más. A nivel político, la Democracia Cristiana controlaba la estabilidad del país ante el riesgo que suponía el poderoso Partido Comunista para los intereses de Occidente. Hablar de la intelectualidad italiana no consistía sólo en recordar a Gramsci - tan de moda hoy en día - o en analizar la estética del Neorrealismo, sino tener presente todo un mundo artístico vivo y pujante: piensen en la sedimentación clásica de Claudio Magris o en las interpretaciones de un director como Carlo Maria Giulini; piensen en Italo Calvino o en Maurizio Pollini, en Claudio Abbado o en la filosofía, entonces incipiente, de Giorgio Agamben.

talia no era en aquellos años una referencia para España -privilegio que históricamente ha pertenecido casi exclusivamente a Francia-, pero sí un espejo en el que mirarse. Ambas naciones compartían algo más que un marco común: un pasado heroico e imperial que les ha permitido ceñir la mitología nacional, el protagonismo de la religión católica, la geografía abierta del Mediterráneo, un notable desequilibrio regional entre el Norte y el Sur. En ambos casos, la democracia había llegado tras una dictadura; en ambos casos, la transición a la democracia había supuesto algún tipo de pacto y de concesión tácita entre las partes. La política, que es ensayo y error, se encarna históricamente en el manejo de las hechuras rotas, aunque no siempre rija la prudencia.

En 1990, el Mundial de Fútbol se celebró en Italia. En 1990 los tres tenores -Carreras, Domingo y Pavarotti- estrenaban en las termas de Caracalla el formato pop de la ópera. Poco después, la justicia italiana arrancaba la operación Manos Limpias encaminada a acabar con la corrupción sistémica que inundaba el país. El secretario general del partido socialdemócrata italiano, Bettino Craxi, tuvo que huir a Túnez. Hubo suicidios y asesinatos, desaparecieron algunos partidos políticos y surgieron otros. Fue una época de múltiples cambios, no sólo en Italia. Tras la caída del Muro de Berlín -hace ahora veinticinco años-, se inauguraba el final de la Historia, profetizado por Fukuyama. La Comunidad Europea pactaba en Maastricht la moneda común del euro, llegaba el New Labour de Tony Blair y surgía el aznarismo en España. Los felices noventa fueron una década intensa y burbujeante que puso las semillas de la crisis actual. En Italia el shock de la depuración fue seguido por la llegada de un salvador que dominaba como nadie los medios de comunicación. De hecho eran suyos. Se llamaba Silvio Berlusconi.

Dos décadas después resulta interesante contemplar a España desde la perspectiva transalpina: del éxito al fracaso, del orgullo nacional por la Transición al descrédito de su clase política. Pero Italia nos sirve también para valorar los distintos caminos que se abren ante nosotros, mientras nos preguntamos si el futuro de España va a ser italiano. ¿Desaparecerán los partidos clásicos para dar paso a nuevas formaciones? ¿Se producirá una implosión interna de las instituciones? ¿Cuál será el rumbo de la nueva transición que se anuncia para el 2015-2016? La larga decadencia de Italia no augura nada bueno en este sentido: un país con acendradas elites que ha sido incapaz de reformarse. ¿Lo haremos mejor aquí?

Como todo, depende de nuestra inteligencia y de nuestra decisión -y especialmente de nuestra voluntad de ceder privilegios en beneficio de un nuevo pacto social-. Se avecinan cambios tecnológicos, económicos y culturales tan brutales que ninguna sociedad podrá afrontarlos sin un proyecto claro de futuro, que a su vez garantice la cohesión. El aceleramiento de la Historia es imparable y, en ese sentido, el inmovilismo constituye un grave error. Italia en los años 90 fue el ejemplo de cómo no hay que solucionar una profunda crisis política. Debemos tomar nota de ello.