Mientras nuestros políticos andan enfrascados en solucionar conflictos que ellos mismos han creado -el disparate del Cetis o el derribo de mansiones en parajes protegidos que nunca deberían haber visto la luz, pongamos por caso-, hay problemas acuciantes que se abandonan al capricho del destino. Un día, cuando ya no tengan remedio, nos estallarán en la cara. Esta última semana hemos puesto cifras a dos de ellos y, aun así, no parecen haber suscitado reacción alguna. El primero constituye un auténtico drama social y afecta a los casi dos mil ibicencos y formenterenses que engrosan la lista de parados de larga duración. Amigos, vecinos y antiguos compañeros que llevan más de un año sin encontrar un trabajo. La mitad de ellos incluso han superado los 24 meses en el dique seco y ya no cobran paro ni ayuda social alguna. Muchos disfrutaron de una vida acomodada hasta la llegada de una crisis que les dejó noqueados y con el ánimo por los suelos. Ahora ven cómo sus familias se empobrecen mes a mes, en contraste con las desmesuras que cada día tienen lugar en estas islas del lujo y el desenfreno. A ellos, la mejora general de las cifras de desempleo en las Pitiüses no les suponen un consuelo, porque el número de aquellos que están en su misma situación sigue multiplicándose. Ya representan prácticamente uno de cada tres parados, cuando hace seis años sólo eran uno de cada diez, y sus posibilidades de recolocación resultan cada vez más lejanas e improbables. Buena parte de ellos son, además, mayores de 50 años, que, tras tantos portazos en las narices, han renunciado a la esperanza de volver a encontrar un trabajo.

Su situación constituye un lastre insalvable que acabará afectando a su calidad de vida para siempre. En primer lugar, aquellos que los tuvieran, se han visto obligados a renunciar a sus ahorros para sobrevivir. Algunos han perdido casas y propiedades, o han tenido que subsistir a costa de sus familias, arrastrándolas también a ellas a un mayor empobrecimiento. Ahora vislumbran una jubilación miserable o inexistente porque las circunstancias les impiden seguir cotizando. Cada año son más y dentro de 10 ó 20 años tendremos toda una generación de pitiusos pobres y sin recursos, a los que no supimos ayudar a encontrar un trabajo que les devolviera la dignidad y una mínima calidad de vida. La segunda cuestión tiene relación con la gestión de los recursos hídricos. Mientras las reservas de agua subterránea de Balears se situaban este agosto en el 50%, en Eivissa se reducían a la mitad, el 25%, frente al 42% del año pasado. El porcentaje es ya lo suficientemente alarmante como para tomar medidas que incentiven e incluso obliguen al ahorro. Si volvemos a tener un invierno seco como el pasado, el verano que viene o incluso antes estaremos sin agua en muchas zonas de la isla. ¿Cómo afrontaremos entonces la llegada de millones de turistas? ¿Cómo cultivaremos los campos?

En la isla ya hay muchos pozos secos o con el agua emponzoñada. Las administraciones, tanto insulares como foráneas, llevan décadas mareando la perdiz y anunciando plazos que luego incumplen sistemáticamente. Pero la realidad es que seguimos sin las infraestructuras básicas y ahora, cuando el clima se revuelve, seguimos agotando nuestros recursos sin el menor control ni gestión. Ambos problemas requieren medidas desesperadas y, sin embargo, nadie parece observar estos problemas con auténtica preocupación. ¿Hay que esperar a tener una legión de pitiusos empobrecidos para actuar? ¿Estableceremos una estrategia de optimización de los recursos hídricos cuando ya no quede una gota de agua? Gobernar consiste esencialmente en separar el grano de la paja, desentrañar y anticiparse los problemas, establecer prioridades y buscar soluciones. A veces parece que vivimos en la inopia.