La pereza es uno de los siete pecados capitales más extendidos. ¿Quién no ha sucumbido alguna vez al deseo de ausentarse del trabajo, de una fiesta familiar, de un aburrido despacho oficial, o de un latoso compromiso?

A Joana Maria Camps le tira su tierra: le gustaría estar siempre allí, pero también le encanta ser consellera de Cultura, Educación y Universidades, lo que entraña la servidumbre de vivir en Palma. El trabajo de Camps es velar por que nuestros niños y jóvenes tengan una enseñanza de calidad y por que la cultura brille en las islas más que una estrella.

Mucho podríamos hablar de la finura y calidad del servicio prestado por la menorquina, pero eso sería harina de otro costal. La actualidad versa sobre su fórmula mágica para aparentar que su presencia en Menorca era oficial: apuntarse como una posesa a entregas de premios y hasta romerías del Rocío.

Hasta aquí podríamos hablar de un abuso del cargo, de una dejación de funciones, de una caradura. Pero el problema es que el escaqueo de Joana Maria Camps lo pagamos todos. Sus idas y venidas Maó-Palma corren a cargo del contribuyente. Algún malpensado podría decir: dado el talante de la gobernante, mejor pagarle y que se quede en su casa. Pero no se trata de eso. En la vida hay que elegir y renunciar a cosas. Lo contrario es inmadurez o desvergüenza. Ahora el fiscal tendrá que analizar esas estancias de la consellera, tan aficionada a los trofeos y las sevillanas y tan querida por el TIL y los expedientes.