Los ibicencos ya estamos acostumbrados a salir en las crónicas de sucesos más desagradables, además de escenario de la casquería de la prensa rosa nacional. El último estacazo a nuestro buen nombre nos ha venido de manos de un hotelero que acaparaba muchos miles de nuestras 85.000 plazas turísticas. ¿Cómo lo hizo? Con discreción y al parecer comprando agresivamente y pagando al contado, de manera que quien pudiera haber dado la alarma era el primer interesado en callar. Esto sí es propio de la islas, de Sicilia y de Ibiza. No digamos de Mallorca.

Me refiero al silencio.

Un tal Fernando Ferré se estaba haciendo con los hoteles obsoletos de Ibiza, pero lejos de cerrarlos, los pintaba un poco y los seguía explotando. Nadie se explica el silencio de los sindicatos ni de la competencia. Incluso en las redes sociales se fantaseaba sobre la procedencia de este hotelero no ibicenco. Algunos decían que era de Dénia, otros que representaba a un misterioso grupo catalán en la sombra. Yo expliqué mil veces que era catalán. Me enteré más tarde que era de Santes Creus, Tarragona, en el término municipal de Aiguamurcia. Allí comí unos calçots muy sabrosos después de visitar el monasterio, en plenas obras de restauración interminable. El Real Monasterio también conocido por Santas Cruces es una joya del siglo XII (siguientes), una abadía cisterciense.

Además de su agricultura y de su belleza patrimonial nos cedió a Ibiza este tétrico personaje, que durante unos días abriría noticiarios en varios televisiones nacionales. No dicen que era catalán, sino «el hotelero de Ibiza», tomando el relevo así de farsantes, príncipes falsos, falsas princesas, falsificadores, escritores timadores, pistoleros que disparan en las terrazas o en los paseos o de docenas de ingleses eufóricos que se deslizan cuesta abajo desde un quinto piso. Ibiza volvía a ser noticia.Incluso la prensa local hizo poca sangre, conociendo las horribles condiciones laborales que no vieron los sindicatos durante años. Sólo alguna alusión a la esclavitud, al presunto tamaño de su celda y a los 7 años acordados, en vez de los 81 que se le pedían.

Pero la vida es así. No somos nada en este mundo. De poco te sirve poner en el mercado cada verano 17.000 plazas hoteleras si acabas en el trullo para siete años, que por cierto, quiero ver cuantos cumplirá realmente. Además una multa millonaria. Poco que añadir. Dudo que estas animadas crónicas de tribunales hayan servido de escarmiento para nadie. Como siempre, algunos se forrarán por suerte o de modo indirecto y otros seguirán su tren de vida normal. Porque Ferré quizás tenía razón: para este tipo de turismo es perder el tiempo arreglar las instalaciones.

Vienen dos meses, colocados, ruidosos y en manadas incontrolables. No sabemos cuando, pero pronto volveremos a salir en los infames telediarios sin comerlo ni beberlo.