Los recortes, consecuencia de la necesidad de efectuar una consolidación fiscal tras una crisis que, además de sus elementos coyunturales, ha destruido sectores enteros de nuestro aparato productivo, son siempre dolorosos pero no por ello tienen que ser indiscriminados: debe haber criterios ideológicos claros a la hora de distinguir entre lo prescindible y lo imprescindible.

Uno de los escasos capítulos en que los recortes no son admisibles es el de la educación. Primero, porque en ella se cifra la igualdad de oportunidades en el origen que sirve de fundamento a la idea constitucional de equidad. Segundo, porque de la educación dependen la productividad y la competitividad del país. Y por último, porque la crisis nos obliga a reasignar recursos humanos de unas actividades a otras, lo que hace necesario un esfuerzo singular en formación.

Los datos son sin embargo estremecedores: el gasto en educación es actualmente del 4,55% del PIB, inferior al de 2008. 24.500 alumnos de bachillerato, FP y universidad se han quedado sin beca en el último curso y más de medio millón de alumnos que tenían ayudas por libros o transporte las han perdido. Más de veinte mil enseñantes han ido al paro. Si a todo ello se suman los recortes en investigación, el panorama que se dibuja es aterrador. Y no basta con lamentarse, evidentemente: urge una reacción.