Paul Krugman ha dedicado uno de sus últimos artículos a comentar un reportaje del New York Times que demostraba que, aunque se afirma que en el modelo de vida norteamericano la sociedad recompensa a los mejores y más brillantes, independientemente de cuáles sean los antecedentes familiares, la realidad es bien distinta: los hijos de los ricos se benefician de oportunidades y relaciones inaccesibles para las criaturas de la clase media y trabajadora. Y ello redunda de manera clara y mensurable en la consecución de empleo.

En definitiva, la igualdad de oportunidades es una entelequia en nuestros modelos neoliberales, en los que los pobres padecen una doble discriminación: la que se desprende de su estatus socioeconómico y la que se deriva de su incapacidad para acercarse a los verdaderos centros de poder y de influencia, en los que se distribuyen no sólo los recursos sino también los puestos de trabajo.

Sólo faltaba que en ese mundo tan desequilibrado llegase el señor Wert a privar de las becas universitarias a los hijos mediocres de las clases medias, los que apenas consiguen el aprobado en sus estudios. Como si, por el hecho de ser pobres, los aspirantes a estudios superiores tuvieran la obligación de la brillantez.