Que una doble medallista olímpica como Mireia Belmonte tenga que pagarse de su bolsillo un billete de autobús para ir de Eindhoven a Berlín (y acudir a una prueba de la Copa del Mundo) debería obligar a los jerarcas del deporte patrio a dar un giro radical a su gestión. No hay ya leche en las ubres de las vacas que engordaron con el pasto de Barcelona´92. Y si una nadadora que ha batido dos récords del mundo no tiene fondos para viajar en avión, mirar las cuentas corrientes de competidores más modestos resulta dantesco.

Lo vemos en las Pitiusas. Felipe Vivancos volvió a Ibiza porque no se podía costear su vida en Madrid. Khadija Rahmouni no recibe un euro pese a ser campeona de España de 800 metros. Los apoyos del kárate -que lleva, además, el sambenito de no ser olímpico- son minúsculos. También los del judo, tiro con arco, BTT o ´windsurf´...

En los tiempos de la alta velocidad, el deporte nacional viaja en bus. Como Mireia. Así, exigir medallas en las grandes citas suena a chiste. Excepto los futbolistas de Primera y los Gasol, Nadal o Alonso, ser español, deportista y llegar a final de mes es un triángulo irreal. A los federativos se les acumula la faena para rebajar subvenciones sin tocar sus faraónicos privilegios. Con estos mimbres se fabricaba el cesto olímpico de Madrid 2020. Si hay pitiusos en Tokio, será porque han nadado a contracorriente.