En esta aparatosa sucesión de centenarios no podemos olvidar a nuestro Nobel Albert Camus, que nació en 1913 en Argelia. Pasó su infancia bajo la agria mirada de una abuela que se llamaba Cardona, pues provenía de Menorca. La abuelita repartía estopa sin misericordia y sólo apostaba por ellos una madre dulce, enfermiza, figura reverencial en la vida del escritor. «No les golpees en la cabeza». Aquellos primeros golpes no pudieron con su rebeldía, curtida bajo el sol, en el mar de la bahía y en el barrio penoso de Belcourt (sa Penya de Argel). Perdió a su padre muy temprano, en la I Guerra Mundial. Pocos años, pero Camus le dedicó un libro emotivo que leí con fruición, ´El primer hombre´, cuyo único manuscrito fue rescatado en el accidente de coche que acabó con su vida en 1960.

Su biografía es la mejor novela e Ibiza no es para nada distante ni ajena. Primero, porque aquel niño se relacionó con otros muchos hijos de inmigrantes ibicencos, y aprovechó el cariño y la dedicación que le prestó un maestro que vio en él un naciente talento en bruto. De niño ya oía hablar el ibicenco o el mallorquín. Cuando pudo, a los 22 años, tomó un barco y se dirigió a Mallorca. Y de allí a Ibiza. Acompañado de su explosiva esposa, un bellezón, Simone Hié, intentó regalarse dos semanas de oxigenante soledad. La necesitaba para él desesperadamente, para recuperarse de una fuerte crisis de tuberculosis -para la que todavía no existían los antibióticos- y también para su alocada esposa, que sufría una penosa adicción a la morfina y en Argel solo podía acceder a ella acostándose con quien pudiera costeársela.

La estancia en Ibiza tuvo que escocerle, en sus achaques, en sus peleas y en su propia formulación interior y con el paso de los días se le iban clarificando sensaciones y pensamientos confusos y contradictorios. Ataques de melancolía, las dudas del joven (al volver a Argel se inscribiría en el Partido Comunista, del que fue expulsado dos años después, como es lógico) y la oscura ansiedad de una evidencia: el amor es inabarcable, no tiene límites y de sus fosas oscuras solo se sale con disciplina y con renuncia. Despojamiento. Admiraba esta cualidad en el hombre mediterráneo. Y toda su vida la practicó.

Escribió estos relatos entre 1935 y 1936 y se editaron al año siguiente en una edición muy corta. Tardó mucho Camus en autorizar su reimpresión. No es que no le gustara, es que encontraba muy torpes sus formas. Quizás tenga razón. Pero él mismo ya lo escribió: todo lo que hay que saber, todo lo que sé de la vida, ya lo sabía en estas páginas.

Camus descubrió otra cosa en Ibiza: su pertenencia al mundo arcaico y preislámico. No escapó a su agudeza. Por diferentes vías y en distinta época yo he llegado a la misma conclusión que él: el mundo bereber y la Ibiza arcaica guardan profundas relaciones, que nadie ha investigado en serio. En 1952 emprende una excursión para visitar los pueblos del Sahel para investigar sobre sus antepasados. Alguien algún día escribirá esta tesis y será maravillosa. Yo lo dejo aquí, nació hace cien años. Su hija Catherine lo repite: «Siempre se sintió muy español». Léanlo.