Desde España tendemos a ver a los estadounidenses como patanes ingenuos, aniñados y toscos. Nos complacemos en pensar que se sienten muy identificados con Walt Disney pero son incapaces de apreciar a Ingmar Bergman, e incluso a Federico Fellini, cosa que les lleva a ir por el mundo con la bobaliconería propia de quienes no entienden nada. Pero cuando saltan a los diarios noticias como la de la manera en que el presidente Obama entretuvo a los asistentes de la muy tradicional cena con los corresponsales de prensa acreditados en Washington, deberíamos darnos cuenta de que hay algo en ese tópico que no cuadra.

Barack Obama dio a sus huéspedes la primicia de que, para mejorar su imagen pública, iba a peinarse con el flequillo que luce su mujer, Michelle. Como adelanto, y gracias al photoshop, enseñó varias fotos de su nuevo aspecto que, de puro ridículo, resultaba genial. Esa capacidad de reírse de uno mismo, encarnada nada menos que en el jefe de Estado, da envidia. Nosotros, situados en principio en el pináculo de la ironía inteligente que contrasta con la torpeza burda de los gringos, hemos caído en el pozo de la trascendencia inútil. Incluso la socarronería de la que hizo gala el hoy presidente Mariano Rajoy cuando era el jefe de la oposición se ha borrado, rendida por los seis millones doscientos mil fracasos. Donde antes había clave festiva sólo quedan hoy unas cenizas con aire rimbombante. Tras el último consejo de ministros, instalado en el delirio de la autocomplacencia suicida, Rajoy sólo ha dado con un argumento para justificar las medidas: que tengamos fe. Tal vez por eso se piensa legislar en adelante al dictado de la Conferencia Episcopal en materias como la del aborto. Aviados estamos. No hay nada más cenizo y falto de duende que el presidente de los obispos, ése que sale sonriendo en las fotos y parece que le estén haciendo un tacto rectal.

La capacidad de los norteamericanos para reírse de sí mismos alcanza su cénit en los homenajes. Cuando se celebró el de un profesor de origen español que ha alcanzado un prestigio enorme en la universidad de California, y que se fue a los Estados Unidos, recién licenciado, cuando aún era sacerdote, para colgar los hábitos nada más llegar a tierras americanas, sus amigos y discípulos proyectaron una sesión de fotos en las que el eminente científico, azote de los creacionistas, salía de hábito dominico en todas ellas. Y para celebrar la llegada de Stephen Jay Gould a la presidencia de la American Association for the Advancement of Science, la mayor y más importante sociedad científica del mundo, se hicieron carteles en los que aparecía con camiseta y gorra de béisbol -su gran e imposible pasión.

Puede que alguna vez los españoles salgamos de esta crisis tremenda causada por los que todavía ocupan los sillones de mando. Pero me temo que en ese trayecto habremos perdido, tal vez para siempre, el sentido del humor.