Hace poco leí que el escritor Gilbert Keith Chesterton se convirtió al catolicismo cuando comprobó que la Iglesia constituye la última ciudadela del optimismo. Yo no sé si me atrevería a afirmar algo semejante -prefiero hablar de la esperanza-, pero sí pienso que adherirse al optimismo no es una mala fórmula de vida. Chesterton era un hombre glotón, desmesurado y feliz, además de un autor prolífico dotado de un humor vitriólico y absurdo. Su raro sentido común debe mucho a la excentricidad del genio inglés con su consabida flema. Como es natural prefería un solomillo a una hamburguesa, el vino a la gaseosa, adoraba el queso Stilton sobre una base de mantequilla y sospecho que detestaba el exceso de nata en las salsas. En su época -tan cargada de moralina como la nuestra- le acusaron rápidamente de reaccionario, cuando en realidad sus opiniones desconcertaban por haber mantenido intacta la capacidad de asombro ante lo que sucede en el mundo. Creía, por ejemplo, en los cuentos de hadas y desconfiaba de los que no compartían su entusiasmo, tildándolos de «idealistas de cuello largo». Para Chesterton, la esencia de estas historias se sustancia en la sensatez frente a los exorcismos de la sinrazón. «En los cuentos de hadas el universo se vuelve loco -escribe en un ensayo titulado ´La abuela del dragón´-, pero el héroe no. En cualquier relato de los hermanos Grimm se da por sentado que el joven que está a punto de emprender su viaje poseerá todas las verdades sustanciales: será valeroso, tendrá fe, será razonable, respetará a sus padres, mantendrá su palabra, perdonará a los humildes y combatirá a los soberbios, etc. Después, partiendo de ese centro de sensatez, el escritor se entretiene imaginando lo que ocurriría si el mundo entero enloqueciera en derredor suyo, si el sol se volviera verde y la luna azul...». Por supuesto, cualquier niño intuye que esto es cierto -que el mal y la crueldad existen-, por lo que un adulto jamás debería dejar de agradecer a sus padres el regalo de esa primera iniciación en la sabiduría de la vida y en la necesidad de defenderla. Lo cual, a su vez, también es una virtud. Porque, ¿no tienen ustedes la sensación de que Angela Merkel, François Hollande y los demás burócratas de Bruselas han olvidado los cuentos de hadas? ¿Y qué decir de todos aquellos que nos gobiernan, ya sean monclovitas, diputados, presidentes autonómicos, sus consejeros o los concejales rasos? ¿Acaso ellos creen? ¿Y la oposición? ¿Y los altos ejecutivos de la banca? ¿Y los que organizan un escrache en la puerta de tu casa? Y los hombres de negro que aletean por encima de la economía de los países sin que nunca lleguemos a saber quiénes son, ¿en qué creen cuando dictan sentencia? ¿En los cuentos de hadas o en otras cosas menos inocentes?

Ya nos pueden endilgar la patraña que quieran, por ejemplo, que con un poquito de suerte y una nueva Ley de Costas pronto regresará la burbuja o que, si se suben los impuestos, en realidad no lo hacen o€ ¡qué sé yo! Pero sí estoy seguro de que si a un niño le enseñan a amar los cuentos de hadas, cuando sea adulto sabrá que ha de ser valeroso y razonable y noble y mantener la palabra dada y escuchar a los humildes y combatir a los soberbios.