Por segunda vez en la historia del papado y siete siglos después de la primera, dimite un titular de la cátedra de Pedro. Benedicto XVI reconoce haber perdido la energía física y espiritual indispensables para proseguir en una responsabilidad que vemos complicarse aceleradamente, a medida que cambian los paradigmas de una civilización que también denota cansancio, cuando no agotamiento.

Un pontificado de algo menos de ocho años que no concluye con la muerte, cuestiona la inspiración del colegio cardenalicio al elegirle cuando ya sobrepasaba la edad en que los obispos dimiten.

En cualquier caso, el realismo del papa Ratzinger es digno de respeto.

Comentando el hecho con los medios informativos, y respondiendo a preguntas sobre el perfil del sucesor que necesita la Iglesia, Rouco Varela afirmaba con media sonrisa -siempre interpretable en un rostro habitualmente inamistoso- que en la sucesión papal nunca se producen grandes saltos ni cambios bruscos. Con todos los respetos, no es precisamente eso lo que la sociedad percibe.

Difícilmente cabe concebir un cambio más acusado que el de Juan XXIII después de Pío XII, o el del Juan Pablo II después de Paulo VI. La apertura de la iglesia oficial al mundo que inició el ahora beato Roncalli, espléndidamente consumada por su sucesor con el Concilio Vaticano II, viró en redondo durante el muy largo reinado del papa Wojtila y siguió regresando al pasado con el ahora dimisionario, pese a ser los dos pontífices más viajeros de la historia.

En perspectiva laica, el sucesor de Benedicto XVI tendría que abrir la puerta al Concilio Vaticano III -o su equivalente en valores de progreso- si la iglesia quiere afrontar valientemente graves problemas como la discriminación de género -las mujeres no pueden profesar el sacerdocio-, la exclusión étnica -todos los papas son de raza blanca-, el celibato -so pena de secularización de los consagrados in aeternum-, los seminarios vacíos y los templos semivacíos.

Todos esos y muchos otros desfases están ahí, abriendo abismos entre la sociedad religiosa y la civil, e imponiendo en casos innumerables el trauma de elegir entre la fe y la razón.

Esta peculiar monarquía absoluta que es la llamada cátedra de Pedro no tiene limitaciones constitucionales ni cortapisas legales para reinventar su mensaje en sintonía con la sociedad de cuya salud moral se responsabiliza.

Los reyes ya no reinan al antiguo modo, pero los papas son soberanos ejecutivos de una parte de la población planetaria. Tienen la prerrogativa de interprerar personalmente «la eterna novedad del evangelio» y la de legislar constitutivamente a medio de encíclicas dictadas ex catedra y otros pronunciamientos de menor rango.

Tarde o temprano, el decalage entre la norma civil y la vaticana acaba siendo superado en armonía con la civil. Pues cuanto antes, mejor. El mundo no está para muchas esperas.