La presunción de inocencia, que tiene en el sistema político español lógico basamento constitucional, es una garantía ética y jurídica que dignifica nuestro modelo sociopolítico de convivencia y compendia una idea refinada de civilización. Pero con frecuencia el criterio es utilizado para tapar vergüenzas partidarias, para dilatar la rendición de cuentas y la exigencia de responsabilidades.

La lentitud con que los aparatos partidarios admiten la corrupción y la condenan irrita sobremanera a los ciudadanos. Y no es que éstos pretendan desmantelar el estado de derecho o efectuar juicios populares para criminalizar a presuntos delincuentes antes de que lo hagan los tribunales: es que detectan un uso torcido de la presunción de inocencia. En efecto, puestos a efectuar hipótesis ante una noticia de corrupción, tan legítimo es anteponer la honra del sujeto señalado por las informaciones como dar preferencia a la dignidad de la ciudadanía, que sería la violada en este caso.

En definitiva, y por decirlo más claro, sería conveniente que los políticos, en lugar de ponerse por sistema de parte de sus conmilitones, se alinearan inequívocamente con el pueblo burlado. A éste sí que se le debe presumir inocencia.