Pruebe a montar una jarana en su piso. Pinche a Metallica a todo volumen, hasta que le estallen los vasos de Duralex, que no es fácil. Lo más probable es que a los pocos minutos rodeen su edificio todos los policías municipales de servicio y que la dirección insular de la Administración del Estado envíe como mínimo a los GEO (la Acorazada Brunete, alerta) para convencerle de que o deja de quebrantar la paz de sus vecinos o es hombre muerto.

Otra cosa es que usted tenga una discoteca. En ese caso puede hacer lo que le venga en gana, por ejemplo una closing party que se escuche en cinco kilómetros a la redonda como si se estuviera al lado del pinchadiscos, como ocurrió la noche del lunes al martes hasta las seis de la madrugada.

Es a lo que hemos llegado: usted, como ciudadano, cada vez tiene menos derechos y más deberes, cada vez le crujen más a impuestos, le rebajan el sueldo o le quitan pagas extra; ciertos empresarios, por el contrario, tienen cada vez menos deberes y más derechos (entre ellos, a fastidiarle por el bien de la economía). Las salas de fiesta pueden, por ejemplo, permitirse el lujo de dejar sin dormir a todo un pueblo (Sant Jordi, sin ir más lejos) porque como hay crisis también hay manga ancha. Da lo mismo que en ese pueblo haya trabajadores que al despertar (si han logrado conciliar el sueño entre ese estruendo) no puedan con su alma, o niños que en el cole no dejarán de bostezar. Pero da igual, a los responsables políticos les importa un bledo que usted duerma menos. No han hecho nada durante el verano para poner coto a los desmanes del ruido que generan los locales de ocio, ergo mucho menos en las despedidas de temporada. Usted, vecino, tiene licencia para callar; ellos, los que pinchan (discos y bacalao), licencia para molestarle.