La cultura siempre ha necesitado dinero. Antes había mecenas como los papas rena- centistas o algunos monarcas que protegían a sus artistas preferidos. León X financió a Rafael mientras Julio II lo hacía con Miguel Ángel. No era incompatible ser un oscurantista en ciencia con tener una aguda sensibilidad artística. Se podía condenar a Giordano Bruno y al mismo tiempo encargar a Bernini el diseño de la plaza Navona.

Nuestros monarcas han sido grandes coleccionistas de arte y gracias a eso tenemos el Museo del Prado. Carlos IV, que carecía de visión política para comprender la fuerza transformadora que había nacido en Francia, la tenía y muy desarrollada para el arte, hasta el punto de convertir a un revolucionario como Goya en su pintor de cámara.

Hoy a los mecenas se les llama sponsors y tienden a ser tanto personas individuales como €cada vez con mayor frecuencia€ corporativas, en este caso no demasiado alejadas de eso que llamamos ´los mercados´. Hoy las aseguradoras y los bancos tienen colecciones de arte y patrocinan exposiciones y certámenes, aunque sospecho que más como inversión que por amor al arte. También algunas grandes fortunas atesoraron colecciones extraordinarias que están hoy abiertas al público: los casos de Huntington, Getty, Rockefeller, Frick, Philips o Galdiano y Thyssen son buenos ejemplos. Al igual que en la Edad Media, esta sensibilidad se ceñía al mundo del arte y era perfectamente compatible con la opresión de los trabajadores, la usura, o la salvaje lógica de los mercados descontrolados que nos han llevado hasta donde ahora estamos.

Una de las cosas que más me gustan de los Estados Unidos es la densidad de su tejido social, tan diferente del nuestro. Mientras nosotros, quizás herederos del clientelismo de los romanos, esperamos que el Estado nos lo dé todo y hacemos muy poco sin su patrocinio, impulso y ayuda, en el mundo anglosajón la actitud es la opuesta: se espera del Estado que marque unas reglas claras de juego, que obligue a cumplirlas y que luego se retire a un discreto segundo plano sin interferir en la actividad privada de sus ciudadanos. Cuando los vecinos de Mount Vernon, donde se encuentra la casa que habitó el padre de la independencia americana, George Washington, se dieron cuenta de que estaba abandonada y en ruinas, no fueron a pedir ayuda al gobernador, sino que crearon un comité con las señoras del pueblo que reunieron el dinero para comprarla y rehabilitarla. Hoy es un rentable museo que visitan 3 millones de personas al año, en el que trabajan a tiempo parcial y como voluntarios los vecinos de la localidad.

También conviene tener en cuenta la actitud tan diferente de los empresarios a ambas riberas del Atlántico. Aquí hacen dinero y si te he visto no me acuerdo, mientras que allí se consideran obligados a devolver parte de sus ganancias a la comunidad donde tienen sus negocios. O sea, que los empresarios de un pueblo financian la biblioteca, el centro artístico o las fiestas de la localidad y €también es cierto€ luego el Estado les permite descontar un porcentaje en su declaración fiscal. El modelo es envidiable aunque difícilmente importable mientras no cambien muchas cosas... empezando por el lenguaje. Hay que tener en cuenta que ser ´gregarious´ €en inglés€ es algo positivo, mientras que gregario en castellano se aplica a las ovejas y a los individuos sin personalidad.

La verdad es que en nuestro modelo no es posible tener conciertos, teatro, ballet, ópera o cine sin subvenciones y la actual crisis disminuye la capacidad de la Administración para financiar actividades culturales. Hay menos dinero y el que hay se entrega con grandes retrasos. Por eso tienen mucho mérito las iniciativas culturales que se mantienen a pesar de todo. Mi respeto para la labor de quienes nos permiten disfrutar de actividades culturales que alimentan nuestro espíritu. Porque sin cultura somos todos más pobres.