Que una mujer quiere expresar algo con la ropa que se pone no lo dudaba nadie en su sano juicio hasta que la censura feminista prohibió tocar el tema. Por eso es de agradecer que dos mujeres de credencial progresista rompan ese tabú. Las concejalas socialistas Laura Carrascosa y Silvia Limones usan los trapos que se puso Pepita Gutierrez al jurar como alcaldesa de San Antonio para escarnecerla con alusiones a cortinas. Y Pepita se indigna entre periodistas con candor de política neófita. Si quiso patentizar con su vestido la solemnidad del acto, las críticas al atuendo sirven a fin más alto: revocan el veto a valorar qué mensajes emite el vestido que luce una mujer.

Estábamos distraídos con el ajuar de la alcaldesa, cuando un policía de Toronto provocó la reacción internacional por aconsejar sobre ropa a las estudiantes para evitar asaltos sexuales: «No vistáis como fulanas». Las del oficio más viejo del mundo siempre usaron prendas insinuantes, ceñidos, escotes, maquillajes y poses dirigidas a captar la atención y excitar el deseo sexual del hombre; y modas que imitan ese estilo no es raro que tengan los mismos efectos. Nada, en ningún caso, justifica la agresión sexual a una mujer lleve lo que lleve, pero negar el vínculo entre un cierto modo de vestir femenino y la excitación sexual masculina equivale a mantener que las prostitutas de toda la historia no sabían lo que hacían al aparentar lo que aparentaban. Pues eso pretenden las slutwalkers (marchas de las fulanas) que salieron de Canadá y ya vienen por Londres. En Ibiza podemos comentarlo gracias a la puerta que abren las concejalas, no como esos estrechos de Toronto, donde empezó el movimiento slutwalk tras la infortunada frase del policía.

El estilo con que una mujer se arregla persigue en buena parte decir algo, tanto al chico con el que queda para salir como a quien la entrevista para un puesto de trabajo. Que las manifestaciones de las slutwalkers defiendan que no se puede juzgar a las mujeres según lo que llevan puesto es disparate: ya la primera manifestación femenina que se recuerda, el 195 a.C., llevó al Foro a las severas matronas romanas que exigían la derogación de la ley que les prohibía dijes de oro y vestidos de color en la austeridad impuesta por la proximidad del ejército de Aníbal. Que se juzgue como violador potencial a todo hombre por estimar lo que expresa una mujer con su indumentaria, nace del menosprecio feminista hacia la mitad de la especie humana, a la que considera animales dispuestos a abalanzarse en cuanto huelen carne. Y también minusvalora la capacidad de saber cuidarse de la otra mitad, que desde que el mundo es mundo viste lo mejor que sabe con el sano objeto de agradar.